Superman

Son las 8:52 de la mañana del martes de carnaval de 1988. Es el día de la fiesta de disfraces del jardín de infancia Colibrí. Mi madre se afana en ultimar los últimos detalles de mi disfraz de Superman. Yo estoy encantado. Ella ha estado toda la semana buscando por las tiendas del barrio todo lo necesario para confeccionarlo, porque lo ha confeccionado ella. En 1988 no existen tiendas de disfraces en Córdoba.

              Nunca llegamos tarde, porque vivimos encima de la guardería. Mi madre me entrega en la puerta y yo entro al patio. Ella se queda hablando un rato con las profesoras y desde lejos las escucho reírse a carcajadas. Luego se va. Yo me adentro escasos metros hacia la escalera del comedor. Tengo mucha curiosidad por saber de qué van disfrazados los demás. De repente, empiezan a abordarme los otros niños. Salen de todas partes y se arremolinan en torno a mí. Soy claramente el centro de atención y eso me abruma. Compruebo que ninguno de ellos va disfrazado, todos van perfectamente equipados con su habitual baby de rayas azules. Uno de ellos se me acerca y me dice: – qué guay, ¿me prestas tu capa? – yo niego con la cabeza y miro alrededor. Detrás de mí aparece la seño y disuelve el pequeño corrillo. – Venga, vamos adentro a desayunar. Todos los niños salen corriendo escaleras arriba hasta el comedor. Yo me quedo rezagado, la seño me pone las manos en los hombros y me dice: – Pedrete, tu mamá se ha confundido. La fiesta es mañana, pero qué suerte, ¿no? Dos días seguidos vestido de Superman.

              Aquel día fui la estrella de la guardería, lo más cercano a un superhéroe que seré jamás. Es curioso cómo al ver la fotografía, he podido, casi instantáneamente, volver a sentir lo que sentí aquel día. Aquella vergüenza incipiente del niño que se siente observado y diferente y el posterior orgullo infantil de quien se sabe con el privilegio de ir dos días disfrazado. Hasta que vi la fotografía, tan solo recordaba que había niños a mi alrededor, otros niños como yo, de semejante estatura y misma edad, pero sin rostro. Hay tres niños en la foto que sonríen a la cámara. Ahora, al ver la foto, caigo en la cuenta de que mi madre no charló con las profesoras y se fue sin más. En un momento dado que no recuerdo, debió parecerle bien tomar una fotografía. Inmortalizar mi estupor y aquel disfraz improvisado y el remolino sobre la frente. (Las madres se ríen poniendo remolinos y lunares falsos a los niños cuando los disfrazan). Recuerdo perfectamente los desayunos de Colibrí, pero no recuerdo el nombre de la cocinera. Todas las mañanas nos ponían en fila junto a la pared y nos iban repartiendo un trozo pequeño de pan tostado con margarina y unos vasos de colores con leche recién hervida en una olla enorme. Recuerdo aquellos momentos, pero he olvidado el sabor de aquella leche que venía en bolsas de plástico.

              La memoria, selectiva e indescifrable, a menudo, hace desaparecer recuerdos que nos gustaría retener para siempre, pero para eso conservamos las fotografías antiguas, las cartas de aquella novia del campamento y las cintas de vídeo caseras. Gracias a ellas podemos comprobar cuánto han cambiado las cosas, como aquella guardería que ahora es un salón de depilado o aquel primito chico que ahora es inspector de hacienda. En ellas aparecemos bailando y riendo, charlando en una esquina, jugando al baloncesto. Ya nadie recuerda cuál era la canción, de qué trataba la conversación o cuál fue el resultado de aquel partido, pero nos queda un soporte físico que acredita que vivimos aquellos momentos que, a pesar de todo, nos pertenecen. Los recordemos o no.

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