¿Dónde van los ríos que ya no existen?
Son casi las seis de la mañana del 22 de junio de 1986. Un padre primerizo intenta calmar los llantos de su hijo meneando el carrito. La madre, exhausta, intenta dormir un par de horas seguidas. Es domingo y aún no ha empezado a hacer calor. El salón todavía está a oscuras y la calle en silencio. Los movimientos acompasados y una nana improvisada parecen haber causado efecto y el niño se ha quedado dormido.
El padre aprovecha para sentarse en el sillón, agarra el mando a distancia y enciende el televisor con el volumen al mínimo. En la primera cadena están pasando un Argentina – Inglaterra. Es el mundial de Méjico. Luce el sol en el estadio en el cual acaba de comenzar la segunda parte. No se ha movido el resultado.
Pasan unos minutos y el niño rompe a llorar de nuevo desconsolado. El padre lo arranca de su carrito y lo acomoda contra su pecho medio enrollado en una manta. Suavemente lo mece y vuelve a calmarse. De pie en el centro casi exacto de la habitación, vuelve a fijarse en el partido y justo en ese momento, se produce un rechace en el área inglesa y Maradona aparece para hacer un extraño escorzo por encima del portero. El balón acaba en la portería. Todos menos el árbitro, parecen haber visto que el remate ha sido con la mano. 1-0.
El niño no se duerme, pero está tranquilo. Parece hipnotizado por el brillo azulado del televisor. El padre mantiene la cadencia durante unos minutos mirando la expresión viva de los ojos de su hijo, que parece interesado, aunque solo sea una ilusión. Ambos miran la pantalla, cuando de repente, tan solo cuatro minutos después del último gol, la pelota le cae de nuevo a Maradona en el medio y en una jugada rapidísima recorre todo el campo contrario dejando atrás a no sé cuántos ingleses y alojando después el balón en la portería. El padre mira a su hijo, que sonríe como si comprendiera. El estadio estalla de emoción.
Treinta y cuatro años después, aquel niño es padre también y no recuerda aquel día. Sin embargo, ha oído mil veces a su padre contar la anécdota. Ha leído artículos y columnas de periódico, escuchado programas de radio y visto documentales que narran lo sucedido. Incluso vio repetido un día el partido entero.
Hay días que quedan para siempre en el recuerdo colectivo de los pueblos, porque dejaron huella a aquellos que los vivieron y documentos de todo tipo a aquellos que vendrán detrás, pero qué pasará con aquellos otros días que nadie recordará, aquellos en los que no pasó nada. ¿Dónde se almacena la innumerable sucesión de días perdidos? ¿Dónde van a parar las cosas que desaparecen mientras nadie mira?
¿Dónde van los sueños que se esfuman al despertar? ¿Dónde las promesas que hicimos aun sabiendo que serían incumplidas? ¿Y las pequeñas proezas sin aplauso? ¿Dónde van las ideas brillantes de las noches en vela? ¿Y las risas en aquel bar que ahora es una inmobiliaria? ¿Dónde va el argumento de los libros que leímos? ¿Y las cosas que no quisimos decirnos? ¿Y las frases ingeniosas que este folio necesita?
¿Dónde ibas la tarde en que empecé a escribir esto? Te vi de espaldas siguiendo el curso del río seco que cruza el pueblo. (¿Dónde van los ríos que ya no existen?). Te hacías cada vez más pequeña y yo cada vez más preguntas. Quise seguir tus pasos, pero tuve miedo. ¿La nada, el vacío o el olvido son lugares o tan solo palabras?
Pedro J. Lacort