La vida nunca espera
La calma dio paso al caos en aquella fría mañana de noviembre, cuando, el viejo profesor Serafín Marías se alzó en un espasmódico salto de su cama y completamente desorientado empezó a vestirse con toda la velocidad que sus malacostumbradas articulaciones le permitían. Hoy no solo llegaría tarde, sino que, a juzgar por la hora (las 9:45) apenas podría salvar su empleo. Obvió una vez más el desorden de su habitación, esquivó todo tipo de objetos y consiguió colocarse cada prenda en su sitio en un tiempo récord. Daba vueltas por la estancia sin realizar recorrido lógico alguno. Toda una sucesión de movimientos errantes. Casi lo había conseguido cuando se sentó en la cama desdoblando un par de calcetines y colocándose el del pie izquierdo, detuvo la mirada un instante en la ventana. Un ruido muy familiar le había llamado la atención. ¿Qué hacían unos niños jugando bajo su ventana en lugar de estar en el colegio? Se levantó caminando con un pie vestido y otro descalzo y, efectivamente, encontró la plaza repleta. No menos de diez niños se desfogaban pateando un desgastado balón que los abuelitos, acostumbrados al espectáculo, evitaban, de vez en cuando, para poder continuar con su rutinario paseo. Tan sólo el kiosco de prensa estaba abierto esa mañana y las familias, vestidas con sus mejores ropas, se detenían frente a él para comprar el diario y alguna que otra golosina para los niños. Era demasiado evidente para no verlo. El profesor giró sobre sí mismo y dejó que el espejo lo maltratase. Todo el mundo sabe que los domingos no hay colegio, lo que no sabía el bueno de Serafín era en qué día vivía.
Habían pasado ya muchos años desde el día en que llegó al pueblo con una enorme y ajada maleta. Ya no era aquel enérgico catedrático de literatura capaz de promover hasta la mas utópica empresa. Hacía tiempo que no sentía en los ojos de alguien aquella admiración con la que sus alumnos de la universidad le miraban. Llevaba más de veinte años viviendo en el estrecho margen que existe entre lo que un día fue y lo que nunca volvería a ser. Los días pasaban por él volando como aves que buscan tierras más cálidas. Porque todo lo que le rodeaba emanaba frío. Así iba desarrollando sus funciones vitales como quien rellena una rutinaria encuesta. Por las mañanas se esforzaba sin conseguirlo en llegar a tiempo a sus labores en el único colegio de Villaluenga, el pueblo de sus padres, donde impartía, a cambio de un salario decente, veinticinco horas a la semana de lengua y literatura a chicos de todas las edades. Cuando terminaba su jornada, corría a casa y malcomía cualquier cosa que quedase en su nevera. En otras ocasiones, que celebraba en sus adentros, al llegar, se encontraba, en una bolsa colgada del pomo de su puerta, un recipiente con cualquier tipo de guiso en su interior, o albóndigas o gachas. Adelita su anciana vecina lo compadecía desde el día en que llegó, pero nunca se atrevía a apretar su timbre, porque, el profesor se había encargado de crear, para si mismo, la falsa imagen de viejo huraño cascarrabias.
Las gentes del pueblo sabían que en un pasado el ahora profesor del colegio público Juan Pelarea había sido un brillante catedrático en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, pero nadie, todavía, había conseguido averiguar el porqué de tan radical cambio de aires. Como corresponde al tópico, cuando a la España profunda se refiere, no tardaron en surgir miles de rumores. Unos decían que el profesor sufría de mal de amores y que llegó al pueblo después de que lo abandonase su antigua novia, otros lo achacaron a un intento de rehabilitación de un alcoholismo supino que lo estaba llevando a los abismos e, incluso, hubo quien se atrevió a afirmar que huía para que no lo metiesen en la cárcel por “rojo”. La realidad fue muy distinta, aunque, bien podría habérsele ocurrido a alguno de sus vecinos, pero la verdad es que la imaginación no es un bien al alza en un pueblo como Villaluenga.
Corría el año 1969 y la Universidad de Madrid bullía de dinamismo. Era un hervidero de ideas recién nacidas y corrientes enfrentadas donde todos, tanto profesores, como alumnos, sin importar la procedencia ni los matices de sus sentimientos, aportaban una parte alícuota a un solo cuerpo tan ágil como Hermod. Todos se movían con la fuerza de quien sabe que está contribuyendo. En muchos de los casos, los individuos, hacían grandes esfuerzos por orientar la vela del barco sin preguntarse, siquiera, en que puerto atracaría. Lo importante era estar y ser partícipe del cambio. Lo importante era soñar en común; no si el sueño se haría realidad.
En este contexto, dos prohombres, destacaban sobre la masa. Habían sido compañeros de clase en las mismas aulas donde ahora impartían conocimiento y podría decirse que eran dos caras de una misma moneda. Serafín Marías fue el número uno de su promoción (la de 1940 al 1945) y se doctoró cum laude por la Universidad de Madrid, en cuya Facultad de Filosofía y Letras ostentaba, ahora, la cátedra de Historia de la Literatura. Su familia, pese a ser humilde, nunca escatimó en la educación de su hijo. A menudo solía pasar días enteros sin ver a su padre, que trabajaba labrando una tierra que no era suya, intentando ganar lo suficiente para que su hijo no tuviese que sufrir lo que él sufrió. Su madre también arañaba un poco de dinero gracias a sus dotes de buena costurera y se empleaba haciendo arreglos a sus vecinas. Empezó cobrando la voluntad y acabó montando un pequeño taller de costura con cinco empleadas a su cargo.
La fijación de Serafín senior no era sino la de alejar lo más posible del sufrimiento a su hijo y, en un ejercicio de pura lógica, su pragmático y certero cerebro enlazaba, de manera directa, el concepto de sufrimiento a los de analfabetismo e incultura. Por eso, cuando el pequeño Serafín tenía tan sólo cuatro años él se encargo de buscar a un maestro que le enseñase a leer y a escribir y, por eso, cuando cumplió los diez, le pidió consejo a Blas, el anticuario, para regalarle su primera novela (“veinte mil leguas de viaje submarino” de Julio Verne y ya no dejó de regalárselas hasta el día en que una bala del bando nacional se lo llevó por delante en la batalla de Teruel. El pequeño Serafín devoraba todo tipo de novelas. Dumas, Scott, Conrad… E iba creciendo en su interior un verdadero amor a esos libros. Años más tarde comprendería que no sólo amaba los libros sino lo que representaban. El esfuerzo que una generación altruista quiso hacer por dar a sus hijos lo que ellos no tuvieron.
Dumas dio paso a Galdós; Galdós a Dostoievsky; Dostoievsky a Zola y así fue creciendo el joven Serafín siempre rodeado de libros. Se acostumbró a vivir aplicando en la vida lo que en ellos había aprendido hasta que cayó en la idea de que quería dedicar su vida a esos libros. A todos los libros. Para ello ingresó años más tarde en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid donde sus excelencias académicas nunca pasaron desapercibidas. Unos le admiraban, otros; le envidiaban (ya saben como funcionó siempre la madre España). Él siempre supo manejar esa situación como un verdadero líder, quizás, porque, tan sólo uno de sus compañeros despertaba en él una sincera admiración. Admiración que Serafín quería creer recíproca.
Luis Ripoll era su nombre y su destino parecía dirigirse inamoviblemente al éxito. Todo lo hacía de una manera exquisita. Era un estudiante excelso, un joven muy apuesto y un verdadero garante del buen gusto y los refinados modales. Con sus gráciles dieciocho años ya parecía como si el mundo girase impulsado por un soplo de su boca. De familia acaudalada y de amplia tradición en las altas esferas madrileñas, Luisito, siempre vivió al calor que desprendía su influente padre. Don Luis Ripoll senior era el Decano de la facultad de Filosofía y Letras cuando los dos chicos ingresaron en ella. Declarado falangista, consiguió evitar la llamada a filas para la guerra gracias a una cojera que arrastraba desde el día en que nació. Esto es lo único que el Decano debía agradecer a su limitación, porque, en lo demás, lo había convertido en un hombre acomplejado, reprimido y enfadado con el mundo. Aunque, quizás, no fuese sólo esa cojera lo que le hacía tanto mal. A saber que demonios llevaría consigo dentro de esa conciencia ennegrecida.
Conservador, hierático y malhumorado, nunca llegó a ver con buenos ojos a Marías, como él llamaba a Serafín. Para él, representaba al diablo mismo. Marxista, con ideas revolucionarias e hijo de un jornalero de pueblo, era más de lo que su entendimiento podía albergar, puesto que el problema no sólo era este, sino que, ese chico amenazaba la hegemonía y el liderazgo que tenía preparados para su hijo.
Así las cosas, la relación entre los dos jóvenes se mantuvo durante años en un estado de obligada congelación. Luis evitaba dentro de lo posible a Serafín y, si éste se acercaba a aquél, era repelido tibiamente. Durante este absurdo proceso muchos profesores lamentaron en privado el hecho y se comentaba en los departamentos “qué pasaría si estos dos juntasen fuerzas” pero nadie alzaba la voz. Por aquel entonces, el régimen, aun estaba en plenitud de sus fuerzas y el Decano Ripoll tenía muchas amistades. Lo cierto es que Serafín siempre definió aquellos años como los mejores de su vida. Nuevo en una ciudad que lo tenía todo por ofrecer y todo lo que un espíritu entregado al arte, como el suyo, podía desear. Museos, bibliotecas, teatros, cafés… El ambiente idóneo para desarrollar una brillante carrera.
Pese a ser el único compañero capaz de superarle en cualquier área de conocimiento el joven Luís nunca miró a Serafín con los ojos de su padre, sino que, más bien, se debatía entre un férreo respeto a su compañero y las opiniones contra él vertidas por su padre. Tenía un fuerte sentimiento de apego a su progenitor y sentía una enorme gratitud hacia él. La simple idea de llevarle la contraria le provocaba una ansiedad indescriptible. No obstante, si por él hubiese sido, posiblemente habrían sido amigos, pero en muchos casos no tenemos valor para cambiar la historia y dejamos que sea la historia la que nos cambie a nosotros. El propio Luis lo entendería muchos años después.
Transcurrida casi una década y, pese a que ya no eran precisamente aquellos jóvenes dispuestos a cambiar el mundo con el chasquido de sus dedos, aún eran verdaderos líderes y un ejemplo para centenares de jóvenes que ahora ocupaban las bancas que antaño ocuparon ellos. Serafín se había convertido en un importante líder de conductas. Había tenido numerosas ofertas para dedicarse a la política, todas ellas de partidos contrarios al régimen, pero a él nunca le interesaron ese tipo de contiendas. Él amaba la enseñanza y la amaba con una pasión tan penetrante que era absorbida por sus alumnos y utilizada por éstos en múltiples direcciones. Había conseguido lo que siempre anheló y debía gran parte de su felicidad a su mentor el hombre que hizo todo lo posible para que llegase a ostentar la cátedra. don Anselmo Yáñez hubiese hecho cualquier cosa por asegurar el bien de Serafín. Era una de las personas más influyentes en el ámbito universitario madrileño y también en otras esferas. En una época en la que había que tener amigos hasta en el infierno, él, los tenía y bien dispuestos ayudarle si lo necesitaba. Fue su profesor de Historia de la Literatura y el único hombre en toda la Facultad con quien llegó a labrar una verdadera confianza. El viejo profesor Yáñez miraba a los ojos a Serafín y el reflejo le era familiar. Le recordaba tanto a él mismo que se comprometió en su interior a protegerlo siempre y así lo hizo hasta el final
Por aquel entonces Serafín sabía de sobra cuantos recelos se había granjeado con sus opiniones y quienes eran sus enemigos, pero las circunstancias habían cambiado bastante en los últimos dos años. En el sesenta y siete Don Luis Ripoll dejó la docencia y su cargo de decano fue heredado por su hijo. El viejo dinosaurio seguía incansablemente ejerciendo su influencia sobre el pobre Luis Ripoll junior, que, cada vez, cedía más a sus presiones. El actual decano seguía manteniendo una tibia relación con Serafín. Toda una vida escuchando a su padre, a quien admiraba, hablar de éste como si de un falso profeta se tratase, harían recelar a cualquiera. No obstante nunca puso trabas a su trabajo. En el fondo nunca dejó de respetarle profundamente, pero la vida le tenía preparada desde hacía tiempo una última prueba y Luis se sintió como un actor sin guión.
Justo dos años después de su retirada Luis Ripoll senior cayó súbitamente enfermo y entró en un estado de debilidad constante que acabó postrándolo en una silla de ruedas. Le habían diagnosticado un cáncer, al parecer, en un avanzado grado de extensión. Parecía un desgraciado final para una vida tan vacía de sonrisas. Este hecho afectó hasta niveles insospechados a su hijo. No podía aceptar que su padre estuviera abandonándolo. Nadie nace preparado para una cosa así y cuando llega ese ingrato momento unos huyen y otros aguantan. Unos rezan y otros piensan. Unos siguen siendo quienes eran y otros se transforman y, éste, fue el caso de Luis Ripoll junior.
En aquel fatídico año de mil novecientos sesenta y nueve la vida se complicó enormemente para dos personas que parecían invulnerables. El entonces decano de la Facultad se vio sumido en una drástica conversión. Lo único que parecía preocuparle en aquel momento era satisfacer a su viejo y convaleciente padre, al que la enfermedad, no convirtió precisamente en un ángel. De este modo, y en un ejercicio casi religioso consagró todos sus esfuerzos por erigirse en la reencarnación misma de su progenitor y no se le ocurría forma mejor de demostrarlo que hacer la vida imposible a Serafín, que desde ese preciso instante hubo de pasar por un verdadero calvario.
Las ideas contrarias al régimen y en favor de todo tipo de doctrinas revolucionarias, que siempre había expresado el catedrático Marías, no constituían un misterio para nadie. Ni siquiera para el gobierno, al que ya habían llegado informaciones en más de una ocasión. Más de una vez don Anselmo se vio compelido a remover sus influencias para proporcionarle escudo. No obstante, desde el cambio en la forma de actuar de Luis Ripoll, todo se complicó hasta el extremo. Casi a diario, Serafín, tenía algún encuentro con un agente de policía, o bien, se encontraba su despacho completamente desordenado, le sustraían todo tipo de documentos o recibía amenazas. La situación para él, era del todo insoportable y, debido a tal, un día que no olvidará jamás, perdió por primera vez en su vida el dominio sobre sí mismo y se dirigió al despacho del decano. En ese momento no se percato de que nunca antes había estado allí en más de veinte años. Irrumpió sin llamar y se dejó embaucar por la ira. Golpeó con una fuerza de la que no se creía capaz el rostro estupefacto del siempre impoluto Don Luis Ripoll junior. Solo fue un puñetazo. Un acto extraño para él. Quizás en ese momento él ya no era dueño de su propio puño. Una fuerza ajena a él lo había seducido y guiado hasta aquella situación. Parecía como si la vida le tuviese reservada a Serafín Marías una sorpresa inesperada y estuviese retándolo a demostrar su valía una vez más.
A la mañana siguiente la cara del pobre don Anselmo Yáñez lo decía todo. Le estaban arrancando una parte de sí mismo, pero por más que insistió; Serafín, había tomado una irrevocable decisión y esa misma tarde con la poca ropa que tenía y todo el dinero que había ahorrado partió de retorno al pueblo de sus padres. Unos dijeron que fue un paso atrás, otros dudaron de sus arrestos, otros cuantos, lo compadecieron y el pobre don Anselmo lloró su marcha sin cuestionarse hasta que punto se estaba equivocando su querido alumno. A la hora señalada, lo esperó en la estación y, tragándose las lagrimas, supo componerse lo suficiente para entregarle algo que le había pertenecido desde hacía muchísimo tiempo, algo que a Serafín siempre le había parecido la más valiosa de las joyas. El separador de don Anselmo era un viejo trozo de papel amarillento y plastificado con una dedicatoria, escrita a mano por el mismísimo Benito Pérez Galdós, que decía así “Para que nunca dejes de leer, Anselmo”, Serafín no supo que decir. Con los ojos temblando de emoción, le dio el abrazo más grande que había dado nunca, se dio la vuelta y no volvió a mirar atrás. No hubiese podido soportar, toda una vida, la imagen de aquel gran hombre destrozado ante su marcha. El tren se fundió finalmente en el horizonte como una gota de agua que cae sobre el océano. El andén, se fue, poco a poco, vaciando y don Anselmo permaneció inmóvil como esperando un milagro, que sabía que no llegaría y, supo, que aunque le costase asumirlo, la vida seguiría su curso con la naturalidad a la que nos tiene acostumbrados. Una vez más no se equivocaba el viejo profesor de literatura.
De todo esto hacía ya mucho tiempo y había quedado burdamente enterrado en la memoria de Serafín. No pasaba un día sin que recompusiese todos y cada uno de los hechos que lo habían llevado a su desoladora situación actual y siempre acababa convenciéndose a sí mismo de que ser profesor en un tranquilo pueblo de Toledo tampoco era el fin del mundo. En cuanto a su sedentario estilo de vida, el desorden y suciedad de su casa y el poco cuidado de su salud tan solo podía decir que era culpa suya. Nunca supo aceptar lo sucedido y parecía como si quisiera imponerse un castigo eterno. Como si quisiera convencerse de que nunca mereció su antigua vida o, peor aun, como si quisiese olvidar al hombre que un día fue.
Así iba consumiendo un día tras otro de la misma manera. Llegaba tarde al colegio recibía la merecida reprimenda de Saúl, el director, después rapiñaba lo que encontraba en casa y se sentaba en su viejo butacón a leer cualquier libro que cayese en sus manos esperando, entre sorbo y sorbo de su vaso de whisky, a que llegase otro día exactamente igual a ése. Las únicas alegrías se las daba Doña Adelita con sus exquisitas recetas, pero, hasta ella le había abandonado ya. Hacía más de dos meses que no le traía de comer. La pobre anciana tenía derecho a cansarse de su poca gratitud, de modo que lejos de maldecirla la comprendió.
Así continuaron las cosas hasta que una tibia mañana de Noviembre del año mil novecientos ochenta y dos la vida volvió a sorprender a Serafín cuando menos se lo esperaba. Acababa de regresar de otra insulsa jornada de trabajo. Hoy también había llegado casi una hora tarde y tenía la sensación de que Saúl estaba llegando a su límite. De seguir así, cualquier día perdería su empleo. En esos pensamientos andaba cuando deslizó su llave hasta el interior de la cerradura para abrir la puerta. Una reveladora brisa le despeinó el flequillo y cuando, rutinariamente, accedió al recibidor, deshaciéndose de su abrigo y se encaminaba ya a su cocina, de repente, se percató. Nadie, jamás, excepto don Anselmo, en tres o cuatro ocasiones, le había remitido una carta. Junto a su pie derecho yacía como olvidado un sobre blanco. Invadido por una extraña sensación de incertidumbre se agachó a cogerlo y comenzó a leer en voz baja.
Madrid, 9 de Noviembre de 1982.
Tras un estudio detallado de la labor realizada por usted, don Serafín Marías Ceballos, en esta nuestra institución y, debido a la vacante que recientemente se ha producido en el departamento de Historia de la Literatura, el decanato ha tenido a bien pensar en su persona para proceder a la suplencia oportuna, pudiendo ésta derivar en una posible permanencia en el puesto por tiempo indeterminado si, tanto usted como la dirección del centro, así lo conviniesen.
Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Madrid.
Cuando llevas toda la vida esperando a que algo ocurra y te lo has imaginado de mil maneras distintas cuando por fin sucede siempre es todo más frío que en tus sueños. No obstante, Serafín no quiso sentarse a ver como se iba el tren. Hizo la maleta, aquella con la que llegó al pueblo hacía ya más de diez años, y cuando estuvo preparado, sintió la necesidad de agradecerle a alguien su golpe de suerte. No se le ocurría mejor persona que Adelita. Se dirigió sin pensarlo dos veces hasta su puerta y la golpeó impetuosamente. Tras unos segundos de espera escuchó unos ágiles pasos acercarse hasta él. La puerta se abrió, pero, tras de ella no encontró precisamente a la ancianita que él había imaginado. Frente a él y mirándole resuelta y fijamente a los ojos había una bella mujer madura y segura de sí misma. Serafín reaccionó muy tarde y sólo pudo articular un escueto y tenue: -¿Se encuentra Doña Adela? -Ella le miró con ojos comprensivos y contestó con un frío: – Adelita no está y ya no va a poder volver. – Ante el circunspecto gesto de Serafín, ella, decidió continuar: – Falleció hace dos meses y si no le importa que le deje. Es que imagínese el lío que tenemos con la mudanza. – A la vez que giraba sobre sí mismo pronunció un escueto: – No se preocupe. Buenas tardes.
Aquella fue la primera vez en mucho tiempo que se sintió realmente mal. Entendió lo que no había entendido en todos estos años en los que había estado jugando a ser un monstruo. Cuando, por fin, había despertado de aquella pesadilla, quiso expresar su agradecimiento a alguien de quien podría haber disfrutado pero no quiso y justo en ese momento entendió que la vida nunca espera y la muerte tampoco. A la par afligido e ilusionado cerró para siempre aquel oscuro capítulo y puso camino de vuelta a Madrid donde una vez fue feliz y donde intentaría serlo una vez más.
Lo primero que hizo la tarde en que llegó fue visitar la facultad. Todo estaba enormemente cambiado, pero, sabía que se adaptaría fácilmente por lo que no puso especial atención en nada de lo que le rodeaba. Caminaba con determinación y firmeza y su destino no era otro que el despacho de su viejo maestro don Anselmo Yáñez. Al llegar al punto exacto donde otrora se ubicaba, en lugar de éste, halló una pequeña sala de estudio. Desorientado, volvió sobre sus pasos, con la intención de regresar a casa cuando, justo antes de salir, pudo ver un pequeño busto cuyo perfil le resultó esclarecedoramente familiar. Bajo éste, en una placa, podía leerse “A don Anselmo Yáñez Serrano (1918-1980) por su amor a las letras y su entrega a esta institución” Eran demasiadas emociones en muy poco tiempo. En dos días, se incorporaría a su nuevo puesto y en ese momento solo pensó en ir a casa y descansar.
La mañana del lunes llegó al fin y el momento que tanto tiempo había anhelado se materializaba ante él minuto a minuto. Cuando, sin pensarlo, atravesó la puerta del aula XII de la Facultad de Filosofía y Letras todos los alumnos callaron repentinamente y con un respeto casi reverencial los que estaban sentados, se levantaron y los que ya estaban de pie, se irguieron aun más. Serafín no esperaba aquel recibimiento pero no dejó que la sorpresa se le dibujase en el rostro. Con los preámbulos justos procedió como había hecho siempre que trataba por primera vez con un grupo de nuevos alumnos. Repartió un folio en blanco a cada uno y les pidió que contestasen, por escrito, a una sencilla pregunta: ¿Qué significa para usted la Literatura? Pasada una hora, recogió todos los pequeños ensayos y se despidió hasta el próximo día. Justo antes de cruzar el umbral de la puerta, uno de los chicos le detuvo. Algo en su cara le llamó la atención pero en ese momento no acertaba a decir qué. Con una educación exquisita, se dirigió a él acercándole una carta: -Mi padre me ha dado esto para usted, don Serafín. El profesor, sorprendido, se quedó unos instantes observando el sobre y cuando levantó la mirada para preguntar al chico todas sus dudas, vio que estaba él solo en el pasillo. Guardó el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta y no le dio mayor importancia.
Cuando llegó a su casa almorzó y, después, se quedó dormido en su sillón. Ya no estaba acostumbrado al ritmo de la gran ciudad y si quería corregir todos los trabajos de sus alumnos para el día siguiente, debía descansar. Durmió aproximadamente una hora, después tomó un baño y cuando se encontró plenamente relajado se dispuso a leer lo que los chicos habían contestado.
Había leído las reflexiones de aproximadamente quince alumnos cuando llegó a la de uno cuyo nombre casi le para el corazón. Luis Ripoll Arteaga. De repente, todo parecía tener sentido. Intentó no dejarse llevar por la emoción y concluyó la lectura del folio. Su ejercicio era, con mucha diferencia, el mejor de cuantos había leído. Un trabajo realmente interesante.
Poseído por una fuerza extraña, se levantó del sillón y caminó hacia la entrada de la casa. Cogió del perchero su chaqueta y hurgó en los bolsillos hasta encontrar la carta que le dio aquel misterioso muchacho. La abrió con delicadeza y la leyó con devoción, como si estuviese a tan sólo dos pasos de la tierra prometida.
Madrid, 13 de Noviembre de 1982.
El mes pasado abandoné el decanato de la Facultad, no sin antes asegurarme de que la nueva dirección te ofreciese, sólo a ti, el cargo que hoy ostentas. Soy consciente de todo el mal que te he causado y no pido para mi un perdón que no merezco. Sólo te hago llegar estas palabras para que algún día entiendas que, en ocasiones, la vida nos lleva a lugares a los que nunca imaginamos llegar. Nos coloca en situaciones que a menudo no comprendemos o ,más bien, que comprendemos demasiado tarde. Sólo con el paso de los años adquieres la perspectiva suficiente para enorgullecerte o avergonzarte por tus actos.
Serafín, mi padre, no llegó a conocerte y estaba equivocado; Yo, que sí lo hice, volví a equivocarme; Nadie mejor que tú se me antoja capaz de mostrarle al pequeño Luis el camino adecuado. Por eso lo organicé todo para que tu fueses su maestro.
Nada me entristecería más que ver a mi hijo sufrir lo que yo sufrí o lo que yo te hice sufrir a ti. Ayúdame a impedirlo. Muéstrale que la vida, en realidad no es tan difícil y que, aunque nos lleve de un sitio a otro, casi sin darnos cuenta, también constituye la más valiosa de nuestras posesiones.
Con admiración y respeto. Luis Ripoll.