Ventanas en la noche
Aquella noche, como tantas otras, el inquilino de la 302 estuvo pintando hasta muy tarde, llevaba meses bloqueado, saturado, desilusionado. Llegó a creer que dejando a su familia en casa durante una temporada y hospedándose en aquel hostal de Williamsburg, su carrera encontraría nuevas perspectivas, pero, de momento, lo único que sentía era calor e incertidumbre. Al dar las dos de la mañana se retiró del lienzo en blanco y se sentó en la cama. Iba a dejar de torturarse. Mañana mismo volvería a casa. Necesitaba un respiro.
Cansado, pero liberado de un peso invisible, se sentó en la cama y encendió otro cigarrillo. Con la mano libre colocó varios cojines bajo el cabecero, se recostó sobre ellos e intentó serenarse descifrando la anatomía de dos horrorosas manchas de humedad que adornaban el techo. Demasiadas expectativas frustradas, demasiada constricción.
Supo que se había quedado dormido a eso de las cinco de la mañana, cuando se desveló sin un motivo aparente. La ciudad a esa hora estaba sumida en un silencio irreal solamente obstaculizado por el traqueteo metálico del mal atornillado ventilador de techo. Desde su posición podía ver casi por completo la fachada del edificio de enfrente. Un sencillo bloque de apartamentos que presidía la frontera entre Middleton Street y Union Ave.
El sueño se había disipado como un analgésico en un vaso de agua y por un instante sintió el impulso de ponerse a pintar, pero prefirió ponerse a hacer la maleta, de modo que vació el armario y amontonó todas las camisas y pantalones sobre la cama deshecha, iba doblando las prendas una a una sin demasiado interés cuando, de repente, un ruido llamó su atención abajo en la calle, el ruido de unas llaves girando en una cerradura. Llevado por una curiosidad casi instintiva dio un brinco y asomándose discretamente a la ventana pudo ver cómo se cerraba acompasadamente la puerta del portal de enfrente. Mentalmente se puso a contar segundos como si tuviese un reloj dentro de la cabeza y cuando llegó a cuarenta se encendió la luz. Eran dos personas, un hombre y una mujer y parecían estar discutiendo acaloradamente, él llevaba un traje gris y un sombrero que se cambiaba de mano conforme sus aspavientos iban en aumento; ella, un vestido ligero de un color indeterminado entre el rosa y el salmón.
Sólo podía ver gestos en silencio tras los cristales, pero la tensión iba claramente a más. Tras varios minutos eternos, el hombre dio un portazo y salió de la escena, siguió su camino hasta que desapareció a paso ligero y calle abajo. En ese momento la mujer abrió de par en par las ventanas, se encendió un cigarrillo y se recostó sobre la cama con la mirada perdida. Tras unos instantes de calma y como llevada por una fuerza incontrolable, lanzó una maleta sobre la cama y empezó a llenarla con las primeras ropas que encontraba en el vestidor. En aquel momento hubiese querido huir con ella muy lejos. Huir de sí mismo, pero siguió mirando paralizado todo lo que sucedía tras aquellas tres ventanas enormes. Los visillos mecidos por el viento del este asomaban su cola blanca y la madrugada cobró sentido de repente. La moqueta era verde, las paredes amarillas y las mantas rojas. Desde la esquina de su habitación, como un espectro fracasado, le miraba el lienzo en blanco.
Comenzó a pintar con una intensidad que creía olvidada. Los segundos y los minutos se derramaron por el suelo. Todo tenía sentido. Bosquejó a lápiz la escena sólo para retenerla de manera tangible, para impedir que se volaran de su cabeza los más ínfimos detalles. Cuando un artista siente llegar la inspiración entra de súbito en un estado de ansiedad en el que lucha con todas sus fuerzas por dar vida a algo que sólo existe en su cabeza, que sólo él ha contemplado. El arte es una presentación al mundo de una porción de belleza que hasta ese preciso momento le era vedada. Hacía tiempo que no notaba en sus manos ese hormigueo, que no recordaba los motivos por los que empezó a pintar, que no sentía en su piel la verdadera libertad.
Cuando los primeros rayos de luz comenzaron a dibujar los contornos de los muebles empujando a las sombras contra la pared, el pintor quiso mirar una vez más a su musa, pero sólo halló las tres persianas echadas. Cuando miró hacia abajo encontró desesperado al mismo hombre de antes aporreando de manera insistente la puerta y llamando a gritos a la chica. No quiso conocer el desenlace. Terminó de hacer la maleta, se duchó y bajó a desayunar. El hombre ya no estaba, apuró su café y encendió un cigarrillo. La calle empezaba a recobrar el aliento, sacó del bolsillo de su chaqueta un pequeño bloc y se puso a dibujar una réplica del que sería su próximo cuadro. Quería agradecerle a aquella chica lo que sin darse cuenta había hecho por él. Vio que el portero había dejado el portal abierto y se disponía a barrer la acera. Pudo ver los buzones desde allí. Terminó el dibujo, le dio la vuelta y escribió una dedicatoria en el reverso:
Que detrás de cada huida se halle oculto un encuentro.
Gracias por dejar abiertas tus ventanas en la noche.
Edward Hopper