Bohemio
Han amanecido rotas dos jardineras de geranios en la casa patio. A las siete de la mañana halló los restos esparcidos ante la puerta de su taller el marroquinero. Consternado y sobreactuado se dedicó a recoger los irregulares pedazos de cerámica y a barrer el mantillo y la pequeña muerte floreada. Aspavientos y maldiciones en voz queda por no despertar a las vecinas, “¡Harto me tiene el borracho cabrón!, que no me merezco ni un segundo de tranquilidad”.
El relato mancillado de los hechos iba llegando de puerta en puerta hasta todas las puertas del barrio y a mis oídos a eso de las once de la mañana. Mi madre acababa de mandarme a por el pan y en el interior de “Comestibles Rafi” no se hablaba de otra cosa:– “Otra vez ha llegado borracho el pintor, Manoli… y ha roto todas las macetas del patio, el sinvergüenza” – decía una comadre – “osú, osú” – coreaba la concurrencia.
En su cuartucho atelier dormitaba a esa hora Diego, pintor, poeta y bohemio. Expresionista andaluz y universal . ‘Showman’, polemista y caminante. Dormía la mona vestido con un camisón de seda viejo pero bien rematado. Su sombrero de pirata iluminado por el tibio sol de abril parecía un gato sobre el escritorio. “Dormir de día y vivir de noche” juraba una especie de lema en una hoja de calendario amarillenta que colgaba sobre el cabecero de la cama. Su perfil yacente parecía el de un Drácula del sur; afectado, regio, descreído y socarrón.
Fechas más tarde, al caer el día, me lo crucé. Era martes y el barrio terminaba su actividad. Todavía era capaz de andar en paralelo a las fachadas blancas de nuestra calle, por lo que deduje que acababa de comenzar su ruta diaria. Cuando me dispuse a saludarlo, él se me adelantó – ¡Adiós, chaval! ¡Qué categoría! – dijo mientras continuaba su marcha ligera. Normalmente le hubiese correspondido al saludo, pero en aquel momento y sabiendo que estaba en boca de todo el barrio, quise ir más allá – ¡Va usted siempre con todo estudiado al milímetro, don Diego! – Se paró en seco, alzó el bastón haciendo un giro teatral de su mano izquierda y me dijo – ¡Muchacho! Es bueno que hablen. Si hablan de ti los mediocres es porque estás a punto de ser grande. – dijo eso y siguió su camino. Al cabo de la calle lo vi detenerse frente a unas señoras que esperaban la misa de tarde sentadas en un banco. Hizo un gesto galante y desapareció por la esquina de la plaza.
Veinte años después me lo encontré de nuevo. Yo ya no vivía en el barrio y sinceramente lo daba por muerto, pero no, era yo el que había emigrado lejos de las que eran sus rutas. Su imagen ya deteriorada no era más que el eco de sí misma. Delgada y lenta paseaba su sombra por el parque en dirección a su templo cuando lo quise saludar, pero no supe. Pasó de largo, me giré y advertí que algo parecido a un cansancio prehistórico le circundaba la nuca y los hombros. Ya no tenía la voz alegre de antaño, pero seguía llevando sombrero.
A menudo, me viene su figura a la cabeza y no puedo evitar imaginarme su entierro como si fuese el de “Big Fish”, rodeado su féretro de criaturas maravillosas provenientes de otros mundos. Gigantes, siamesas y saltimbanquis. Todos ellos mostrando su respeto al gran pez bohemio del río mientras los mortales, atrincherados tras sus visillos, observan la escena paralizados por una mezcla de miedo y admiración. Me gusta imaginarlo, porque sé que no será así. El día que muera Diego irá todo el barrio hasta la iglesia y habrá viejas enlutadas que jamás lo conocieron y un silencio mentiroso al paso de la comitiva. Estarán llorando sus lágrimas de gala los parientes lejanos y una niña preguntará su nombre al final de una oración. La parroquia que nunca pisó correrá con los gastos del sepelio, las vecinas se abanicarán ruidosamente contra el pecho y con los ojos cerrados y los labios quietos recitarán letanías. Dejará sobre su ataúd uno de sus geranios el marroquinero y romperá con él la sobriedad de otra muerte solitaria.
Yo lo veré todo desde donde nadie pueda verme a mí, llegaré tarde y me iré temprano y lo haré por él. Cuando las campanas repiquen a duelo yo ya estaré en el bar de la esquina, en la que hubiese sido su silla esa tarde y con una sonrisa irónica en la boca me emborracharé hasta el fin de la madrugada. Luego, de vuelta a casa, insultaré a la vida en cada esquina y al llegar a nuestra calle me detendré y recordaré de súbito la frase del viejo Chesterton: “la mediocridad, posiblemente, consiste en estar delante de la grandeza y no darse cuenta”.