La lavadora

              En la vieja casa tenía Lupita un despacho minúsculo orientado al sur que hacía también las veces de cuartito de la colada. El mobiliario estaba compuesto por una destartalada estantería repleta de libros desordenados, un buró de pino y una ruidosa lavadora Zanussi.

          Se las ingeniaba para encontrar un par de horas libres en el ecuador de la mañana para componer algunos poemas, según ella, menores. El ritual era siempre el mismo: ponía la lavadora sin importar la cantidad de prendas sucias que hubiese en el cesto, se sentaba en el escritorio y luchaba; se enfrentaba a sí misma y al traqueteo frenético del viejo aparato que durante el centrifugado avanzaba hacia el pasillo varios metros como un tren desvencijado. Durante el proceso, su cabeza se sincronizaba obsesivamente con el tambor y sus pensamientos se aturullaban y aceleraban disolviéndose finalmente como una pastilla efervescente en medio vaso de agua.

            Al terminar el programa de lavado rápido, de repente, se hacía el silencio en la estancia y los sonidos naturales de una mañana cualquiera de la periferia trepaban por las paredes del patio de luz y llegaban a sus oídos. Entonces, sólo entonces, brotaban los versos.

            Yo mismo, muchos años después, pude leer algunos de ellos y aún hoy mantengo que no eran menores, tampoco obras magnas, pero eran muy interesantes. Todo en ella resultaba interesante. Todavía ahora cuando me vienen aquellos días al recuerdo no puedo evitar pensar que Lupita era más poema que poeta.

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