Los aviones
Cuando Ramiro coge su termo de café y recorre la casa buscando las zapatillas, va construyendo en su mente y en el futuro próximo posibles desenlaces para las diversas problemáticas ocurridas en el trabajo la semana anterior. Cuando por fin las encuentra, se dirige como cada mañana a la minúscula terracita del desayuno, como la llama desde que se quedó viudo. Durante los diez minutos que tarda en dar cuenta de dos rebanadas de pan de molde con margarina y un cortado, Ramiro consigue fijar la vista en un punto indeterminado de la fachada del edificio de enfrente hasta que todo se difumina y los contornos se asemejan a un espejo empañado. El final del proceso siempre suele ser igual, con el plato y la taza vacíos, enciende un cigarrillo, estira las piernas y mira la franja de cielo que hay detrás de los tendederos. Por aquel lugar aparece siempre, como un fenómeno inamovible, el vuelo de las ocho. Nada hay más reconfortante para él que ver pasar ese avión a la hora del desayuno. Una vez desaparecido el mismo, se mete en la ducha y con la clarividencia surgida del calor del agua contra su nuca, reúne ciertos pensamientos interesantes, los recopila en su mente y un rato después escribe una historia. Una historia sobre el pasajero de un avión que ve a un hombre desayunando solo en un balcón.