Ferrarelli

“Las congas son bellas porque no van a ninguna parte”.

Jep Gambardella.

 

Guido Ferrarelli estaba sentado en una de las mesas más lejanas de la escena, pero estaba presente, siempre lo estaba, vestía con los mejores tejidos, una combinación que le hacía parecer veinte años mayor, para no desentonar con la edad media de los habituales del mundillo, una americana cruzada de grandes solapas al estilo florentino de la sastrería de su padre, el gran Giulio Ferrarelli, uno de los hombres más respetados de la ciudad y un ejemplo para todos.

Hacía más de seis meses que el viejo “Ferra” se fue y Guido seguía intentando mantener la estirpe asistiendo a todas las cenas, eventos y fiestas a las que estaba bien visto asistir. En aquel momento, sin ir más lejos, disfrutaba de un Negroni viendo como una bailarina hawaiana de metro ochenta desarrollaba una extrañísima performance en la que pintaba con sus pies desnudos nanasobre un lienzo en el suelo. Era 1958, los ricos querían divertirse y los pobres querían ser ricos.

Guido se aburría en mitad de una orgía, tenía la ligera impresión de que no había nacido para vivir del aire y aunque estaba muy acostumbrado a todo, muchas veces preferiría estar sentado solo en un parque mirando a la gente pasar. Hacía todos los esfuerzos posibles por sacar adelante el negocio de su padre, un negocio con tanta reputación que bien podría funcionar solo, funcionaría incluso poniendo un espantapájaros en la puerta. Guido tenía la vida solucionada, pero eso, aunque pueda resultar ilógico, le inquietaba. ¿Era su vida la que estaba solucionada o, más bien la vida que habían diseñado para él?

Antes de hacer siquiera el esfuerzo por responder las preguntas que flotaban en el aire, sintió como un par de dedos humanos le golpeaban el hombro para llamar su atención. La bailarina había terminado su número cuando él se giró a mirar y pudo ver la imponente silueta a contraluz. El aplauso perdió su significado. Apuró el trago, dejó el dinero en la mesa y se fueron de allí.

Era Lorenzo Marcuzzio, el ayudante de su padre, amigo inmemorial de la familia y la única persona a quien el viejo Giulio confesaría cualquier cosa. Aparentaba sesenta pero irremediablemente debía ser mayor. Alto, corpulento y de gesto grave pero trato cordial, era la mano derecha de Ferrarelli, una especie de consejero para todo. Un oráculo.

Una vez en el silencio de las calles altas de la madrugada, lo invitó a acompañarle: – Querido Guido tengo que hablar contigo y creo que es el momento oportuno. – Ambos se dirigieron hacia el centro de la ciudad. Marcuzzio llevaba algo que parecía ser una carta asomando por el bolsillo del abrigo. Cuando comenzó a llover a ninguno de los dos le importó.

– Nunca hemos tenido una relación precisamente íntima, Guido, pero sé que sabrás confiar en mí, como lo hacía tu padre y como yo confiaba en él.

– ¿Esto tiene que ver con el negocio? Ya sabes que estos meses he estado un poco distraído, pero tengo muchas ideas nuevas y la esperanza de ponerme manos a la obra cuanto antes.

– A mí no tienes que engañarme, sé de sobra que la sastrería te importa muy poco.

– Me importa mi padre.

– Lo sé y por eso he venido a buscarte, para hacerte una proposición.

– ¿De qué se trata?

– No tengas prisa, hijo, anda, vayamos a la tienda.

El resto del camino lo completaron en silencio. Guido iba observando la grandeza de Florencia bajo la llovizna. Las ciudades renacentistas son especialmente bellas por la noche y más aún si llueve, porque el mármol de los suelos y las fachadas se nutre de los reflejos de las farolas y del efluvio fantasmagórico del intermitente claro de luna.

Acababan de dejar atrás el duomo y se adentraban en via Roma. El viento húmedo del Arno, subía por las calles duomo-miadibujando silbidos en la noche, expresándose en un idioma fuera de su alcance. Los locales de moda iban escupiendo a los primeros desafortunados y en los balcones con la luz prendida se divisaban muslos debajo de faldas, debajo de señoras que se divertían y fumaban junto a otras mujeres y también hombres situados fuera de ángulo. La cabalgata de la levedad. El dulce espectáculo de lo intranscendente.

La visión lejana de la tienda lo arrancó de sus propias ensoñaciones, anduvieron en silencio los últimos cincuenta metros (al igual que todo el trayecto) y al llegar ante el noble escaparate, el señor Marcuzzio sacó la llave, levantó el cierre, encendió en el cuadro de luces sólo las que iluminaban la trastienda y lo invitó a pasar.

Dentro la temperatura era agradable y olía a humo de pipa, era evidente que alguien había trabajado allí toda la noche, vio como el anciano tomaba asiento mientras hacía con la mano un cinematográfico gesto ofreciéndole la silla de enfrente. – Gracias, prefiero estar de pie. – dijo Guido – Adelante, como prefieras. Como ya sabrás – continuó Marcuzzio –  yo era, aparte de un queridísimo amigo y compañero de tu padre, el encargado de todos sus asuntos económicos y el único hombre de su confianza, pues bien, antes de morir, me dio esta llave pequeñita e instrucciones para usarla única y exclusivamente cuando llegase el inevitable momento. La llave abría un pequeño cajón oculto bajo su escritorio en cuyo interior encontré esta carta (dijo mientras la deslizaba sobre la mesa) dirigida a ti, que tu padre me pidió que leyese. Pasados estos seis meses creo que es el momento idóneo para leerla juntos. Creo que puede serte de mucha ayuda.

Querido Guido

            Antes de que sea demasiado tarde quería que leyeses algo que quizás debí decirte hace años. Siento un gran dolor por no haber sabido apreciar el valor de tenerte hasta que me vi en esta situación. Durante años, el egoísmo me empujó a pensar que tú querrías ser una versión mejorada de mí mismo. Soy consciente de que en todo este tiempo has debido sentirte injustamente anulado y de que no supe ser el padre que necesitabas. Pese a todo esto, siempre he sentido tu admiración y tu respeto, probablemente inmerecidos. Siempre he sabido que me querías y aunque me costó, ahora sé que yo también te quiero, que te quise desde el principio. Mi vida que ha sido como un lujoso y gran barco que surcaba el mar sin rumbo, tenía la quilla teñida de grietas y he tenido que hundirme con todo para saberlo. Ahora, con la clarividencia que trae la muerte quiero ofrecerte algo con la condición de que seas sincero, con la intención de que tomes una decisión basada única y exclusivamente en tu propia felicidad.

            Mi ilusión primera sería verte al mando del negocio y por eso, en estos últimos meses he dejado encargado a Lorenzo de la posible adaptación a la nueva era. Un nuevo proyecto continuista que llevase tu sello. Nadie mejor que tú podría llevar “Ferrarelli” al siguiente siglo o al menos, eso es lo que yo pienso. Ahora bien, como te decía, no volveré a caer en el mismo error, no debí atarte a mi vida y no te ataré a mi muerte. Si tú decidieses emprender otro camino, Marcuzzio quedaría encargado de todo y tú podrías ser libre. Lo dejo completamente en tus manos. El destino lo ha querido así y yo ya no tengo fuerzas ni para luchar contra mí mismo.

 

Un abrazo, hijo mío. Un fuerte y sincero abrazo.

 

(Un silencio interminable prosiguió a la lectura y Guido no quiso decir lo que estaba pensando: – ¡A la mierda el destino! ¡No existe tal cosa! Hasta en su carta de despedida, habla de negocios).

Marcuzzio, ya de pie junto a él, con los brazos cruzados y un gesto de comprensión, prefirió no decir nada. Ambos se dirigieron hacia la puerta y se despidieron prácticamente en lenguaje de signos. El viejo desapareció entre las esquinas de piedra y Guido permaneció inmóvil durante un margen de tiempo indeterminable, mirando el reflejo de la luna en sus zapatos.

Cuando hubo recuperado su alma de transeúnte, anduvo unos metros calle abajo como aturdido por el peso de una carga desconocida. Trataba de recordar cuándo fue la última vez que tuvo que tomar una decisión. Sólo venían a su mente imágenes de la niñez, de repente, se volvió a ver en aquellos veranos en Orbetello intentando decidir entre el helado de limón o el de stracciatella. Volvió a sentir la brisa salada y la ausencia de angustia de quien no conoce la muerte. Sintió frío y sintió calor en el microscópico lapso de tiempo que dura un escalofrío y como atravesado por el rayo que tumbó a Pablo en Damasco, tuvo una revelación. Seguía sin creer en Dios, pero durante un segundo se imaginó creyendo en sí mismo.

Eran las dos y cinco minutos de la mañana según el viejo reloj de la farmacia Molteni y Guido tenía miedo a llegar a casa, se puso a recorrer el centro en busca de un lugar discreto donde beber hasta el amanecer, pero para un hombre de su reputación (que absurda palabra), era casi imposible calle-italianapasar desapercibido, de modo que caminó y caminó hasta que hubo de sentarse exhausto en el estrecho escalón de uno de los portalones de la via dei cimatori. No quería pensar, pero aún así cerró los ojos. Al abrirlos, nuevamente escrutó con la mirada el edificio de enfrente, señorial pero ya vencido, contaba con tres pisos de altos techos que se ofrecían a la calle en balconadas excesivas y recargadas. Dos de ellos parecían abandonados; el último, que podría pasar por una especie de ático, despedía luz desde el interior y mirando esa luz se quedó Guido un buen rato como apaciguado. Como quien se desvela en la noche y mira las llamas de la chimenea.

Cinco minutos más tarde vio por primera vez el fuego. Una mujer con un pelo exageradamente rubio, casi blanco, se materializó ante sus ojos como una aparición y mirando hacia abajo le invitó a subir. Guido miró a izquierda y derecha pero era el único habitante de la calle y no dudó más, se levantó, recompuso indumentaria y rictus, dirigió sus pasos hacia el portal y comenzó a subir lentamente una escalera que era en sí misma como una pregunta. La respuesta era como el futuro: inevitable e invisible.

Sobre el enorme y último escalón lo estaba esperando. –Bienvenido al fin del mundo, me llamo Alda. –Tenía, aproximadamente ya cumplidos los cuarenta, pero la piel de su cara no lo evidenciaba, tenía unos grandes ojos azules y una expresión serena. Cuando Guido llegó al rellano pudo comprobar que no era precisamente alta, pero sí muy atractiva, iba vestida con una especie de toga de lino de color rosa tibio que dejaba imaginar el contorno de su cuerpo. Había algo en su mirada que invitaba a la vida. Un mordisco al tiempo, un ejemplar de esperanza casi extinto. Cuando tendió su mano, Guido la prendió y se dejó llevar.

La casa era tal y como la imaginaba, tenía los techos desproporcionadamente altos y las paredes decoradas con papel burdeos ya desconchado, de ellas colgaban dos polvorientos tapices que representaban, a duras penas, algunos pasajes toscanos de las guerras italianas, del techo se desprendía una lámpara de araña realmente ostentosa que descendía hasta la altura de las cabezas de los invitados, los cuales debían ser cerca de cuarenta, todos ellos ataviados con ropas ligerísimas y en algunos casos casi translúcidas, como si se tratase de una fiesta temática destinada a hacer desentonar a Guido. Un lugar extraño en el cual él era el extraño. Un electroshock.

Sobre las mesas de madera noble, botellas de dos litros de Coca-Cola junto a botellas descorchadas de Champagne, trozos de pizza, pasta y paninos a modo de aperitivo que nadie tocaba, candelabros, fruteros de plata vacíos, marcos con fotos viejas de militares y un sinfín de complementos para fiestas ya desechados. La luz amarilla y pobre coloreaba la superficie de una gran nube de humo de tabaco y opio que lo velaba todo. El olor era agradable y embaucador como el de un mercado de especias y la atmósfera resultaba propicia para el desarrollo de cualquier actividad relacionada con el placer. Todos conversaban entre sí generando una masa de palabras ininteligible que no lograba imponerse sobre las arias de Carusso que un viejo tocadiscos arrinconado vomitaba a duras penas. Cuando quiso compartir con su acompañante la alegría de sus ojos satisfechos, advirtió que ya no estaba. En ese preciso instante vio una silla solitaria en un balcón y se deslizó hasta ella flotando como un espectro. Sentado allí vio cómo las nubes pasaban bloqueando la luna y vio pasar a unas muchachas sin paraguas que se agarraban los vestidos para no embarrarse los bajos y una bandada de palomas desorientada por un ruido extraño de la noche. Lo que no vio pasar fue el tiempo, quizás por eso, decidió quitarse el reloj de su padre y guardarlo en el bolsillo interior de la chaqueta, quizás ese gesto o quizás la brisa le hicieron sentir reconfortado, con una ligera sensación parecida a la paz interior.

Salió de su ensimismamiento al percibir una presencia en su espalda.

– ¿Eres nuevo aquí?

– No, soy Florentino.

– Me refiero a los encuentros (contestó tras una risa sincera).

– No sé de qué me habla.

– ¿No te ha extrañado la ropa?

– Pensé que era una fiesta de disfraces

– Déjame que me presente, soy Piero Dell’Acqua y vivo en esta horrible casa que heredé de mi padre que a su vez la heredó de mi abuelo, por las mañanas me dedico a administrar las rentas y las propiedades de mi familia y por las noches organizo encuentros como este, cada vez en una casa distinta y siempre con una sonrisa. Desde estudiantes aburridas que quieren conocer el mundo en una noche, a aristócratas distinguidos que juegan a ser patricios en las lupercales. Todo el mundo es bienvenido siempre y cuando pueda considerarse a sí mismo como un hedonista ¿Y tú? ¿Te consideras hedonista? (hizo una pausa porque aún no sabía el nombre de su interlocutor).

– Guido, mi nombre es Guido Ferrarelli…

– No serás…

– Sí, el hijo de Giulio Ferrarelli

– Interesante ¿Y eres hedonista, Guido?

– Nunca me lo he planteado, pero podría decir que sí.

– Lo siento, cariño, pero eso es algo que se sabe desde pequeño. Yo mismo, por ejemplo, recuerdo perfectamente, cómo en el patio del colegio y con un hambre atroz, prefería esperar a que todos se fueran y todo quedase en silencio para comerme el bocadillo y apreciarlo con todos los sentidos, eso es hedonismo. Ven te presentaré al resto y te pondré algo presentable.

A esas alturas ya no le apetecía pensar, se conformaba con actuar, de modo que acompañó a Piero a través de las estancias hasta llegar a la que ponía fin al pasillo. En ella, sobre la cama, un par de togas blancas esperaban a sus dueños. – cámbiate, ponte cómodo, muy cómodo y vente al living (dijo el anfitrión desapareciendo con gesto pícaro). Leyó entre líneas y se desnudó por completo, cubriéndose sólo con una de las togas. Antes de salir, se miró en un espejo y no se reconoció. Le resultó balsámico e incluso excitante ser por una noche un extraño en su propio cuerpo.

Al llegar al salón, alguien había desconectado el tocadiscos y el silencio era imponente, todos estaban dispuestos en círculo y cogidos de las manos, al verlo llegar, levantaron los brazos como invitándolo a entrar en la circunferencia imaginaria y no se lo pensó mucho. En ese preciso instante, Piero comenzó una especie de rito de iniciación, cogió un collar de conchas que hasta entonces parecía un adorno más y se lo colocó ceremoniosamente pronunciando una oración de bienvenida: “Vienes a nosotros y nosotros iremos a ti, todo lo que es bello en este mundo merece ser honrado, todo lo que genera amor merece ser vivido, todo lo que desprende felicidad merece ser sentido, todo lo que te hace sentir conduce inexorablemente a la felicidad. Eres bien recibido en esta casa. Desde hoy, tu felicidad es la nuestra. Aleluya”

Tras la pantomima, todos los asistentes fueron de uno en uno presentando sus respetos y diciendo a Guido sus nombres, después, algunos le besaban en la frente y otros directamente en la boca, Él se dejaba hacer y esperaba algún signo para el siguiente paso, de repente, todos volvieron a sus conversaciones y pudo acercarse al mueble bar para servirse algo, necesitaría sin duda relajarse para llegar a comprender algo de lo que había comenzado a ocurrir.

Justo en ese momento volvió a fijarse en Alda, que apartada en una esquina y orientada hacia su posición, sonreía mentirosa ante las palabras de su efímero acompañante, un mulato muy bien parecido que no parecía percatarse del disimulado desdén de su pretendida. Ella, sin embargo, sí advirtió la soledad de Guido y sin poder quitar sus ojos de él recorrió la estancia dejando al adonis con un millón de palabras en la boca. Estaba harta de fingir que le importaba lo que oía.

– Huyamos de aquí

– Acabo de llegar ¿dónde quieres ir?

– Las mentiras ya no me divierten, quiero vivir la verdad.

En ese mismo instante tres o cuatro de los asistentes pasaron junto a ellos agarrados de la cintura, luego seis y luego diez, era una conga, una especie de conga mística, nada ordinario, un elegante trenecito surgido de la nada y destinado hacia la misma. Se miraron y sin pensarlo se unieron al vagón de cola. Cuando el imprevisible recorrido lo propició saltaron en plena marcha como dos forajidos y salieron huyendo escaleras abajo. Eran las tres y media y había dejado de llover. Quisieron ver su reflejo en un escaparate, pero alguien rompió el cristal. Anduvieron calle abajo sorteando charcos y desaparecieron como una canción que se apaga lentamente. Lo que hoy es música, mañana será eco y cualquier día, silencio.

Había cesado la lluvia minutos atrás y la temperatura era suave. A esa hora la mitad real de la ciudad dormía apaciblerepublica-miamente mientras la otra mitad vivía un sueño (o una pesadilla), las dos siluetas negras rodaban por las calles sin hablar, se podía sentir el vacío a cada paso y el ronquido de los habitantes de los pisos bajos. Guido llevaba la mente en blanco y comenzaba a sentirse cómodo en la embriaguez, caminaba mirando sin ver, cuando, de repente, una enorme gota de las que aún mojaban las fachadas se deslizó elegantemente por un alero y fue a caer a su frente. Alda, al ver su ridícula expresión no pudo contener la risa y aprovechó el momento.

– ¿Quién eres realmente?

– No recuerdo haberte mentido

– He oído hablar de tu familia

– Yo no tengo tal cosa.

– Es una actitud muy cómoda la de renegar de uno mismo

– No me conoces

– ¿Y tú te conoces?

La última pregunta reposó en el aire durante siglos, Guido paró en seco y deslizó su espalda sobre una pared hasta quedar sentado sobre la calle mojada. Alda se sentó a su lado a escuchar:

– ¿Alguna vez has tenido la sensación de no existir? Creo que me he sentido así toda la vida, nunca he tenido planes ni expectativas ni ilusiones, debería considerarme un hombre afortunado, la gente que me cruzo en la calle me mira con respeto, jamás probé el desamparo ni la cruda necesidad, soy un auténtico privilegiado, pero, sin embargo, me siento solo, vacío y cansado. Cansado de haberme convertido en un ser ridículo.

– Hablas de tu vida como si fueses un señor de ochenta años que sueña con viajar en el tiempo hasta su juventud, maldita sea, negarte a ti mismo te destruirá, nada te impide romper con tu pasado, edificar tu propia vida lejos de aquí, eres joven, me lo dicen tus ojos, tu cuerpo, no eres un ser ridículo, aunque vayas vestido con una toga blanca bajo la lluvia.

– No quiero ir a mi casa, Alda.

– Escondámonos, esta ciudad me aburre hasta los huesos.

Con los cuerpos desnudos asomando bajo la ropa empapada anduvieron calle abajo amparados en la oscuridad, se deslizaban como hojas caídas en dirección a la Piazza della Signoria, Alda iba siempre un metro por delante y Guido se dejaba guiar como un autómata. El ambiente, cada vez más húmedo, indicaba la cercanía del río y mantenía despiertos los instintos, salieron por via vacchereccia hasta Via Por Santa Maria y descendieron hasta el mágico Ponte Vecchio que a esa hora parecía la frontera entre dos mundos. Sin pensarlo, Alda tomó la mano de Guido y lo arrastró hasta la baranda de piedra, desde allí, presidiendo la escena, podía verse la Galeria degli Uffizi, el río estaba en calma y tan sólo el silbido del viento entre las piedras y la voz de Guido desafiaban al silencio.

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– Háblame de ti, Alda.

– ¿Y romper el hechizo?

– Yo ya me he abierto a ti, no seas injusta.

– Soy pintora, pero si tuviera que vivir de mi arte, seguramente estaría hace tiempo en la calle, por eso estudié para ser profesora y enseño historia del arte a muchachos de secundaria que no sabrían distinguir a Botticelli de Francis Bacon.

– ¿Te gusta lo que haces?

– Amo el arte, pero no me considero una buena maestra, no sirvo para imponer lo que para mí es una necesidad, supongo que en el fondo de mi alma aún creo posible el milagro de vivir de lo que pinto o al menos de sobrevivir ¿Quién sabe?

– Me gustaría ver alguno de tus cuadros

– Ese es el problema, todos quieren ver pero nadie quiere comprar.

– Bueno, no deberías subestimar mi poder adquisitivo, al fin y al cabo soy un Ferrarelli.

Las risas se convirtieron en silencio y el silencio en beso, un beso adolescente y puro que apenas duró tres segundos y tras el cual se sintieron renovados, la luz de la luna se tambaleaba en el río y algunos animales llenaban de sonidos enigmáticos la noche, las pisadas lejanas de los sonámbulos llenaban los soportales de un eco tímido y mentiroso. Cogidos por la cintura salieron de allí y fueron a buscar resguardo.

            Alda vivía en un pequeño pisito embarcado en el ático de una de esas viejas casas que se asoman al Arno, una edificación destartalada pero robusta, como casi todas las cosas acostumbradas al paso del tiempo. Nadie más habitaba allí, no había vecinos; al parecer toda la casa era propiedad de una vieja señora que prefería tener tan sólo a Alda como inquilina por miedo a unos posibles huéspedes problemáticos. La escalera, con peldaños de madera estropeada nos llevó a la azotea, un cuadrilátero perfecto con un suelo desigual de cemento gris, desde el que las vistas mostraban la orilla contraria del río y los tejados de los negocios del ponte vecchio. Había que atravesar la azotea para acceder a la casa, una puerta pintada de un amarillo ocre daba paso al pequeño estudio, de unos sesenta metros muy bien distribuidos, aportaba una sensación agradable al visitante, era cálido e íntimo y estaba decorado con mucho gusto, con un gusto que hablaba muy bien de su dueña, no escaseaban los libros y las pinturas, que intuí suyas. Cierto desorden y el enorme camastro sin hacer añadían un toque de juvenil desaliño que agradó a Guido, aunque si algo llamó su atención fue sin duda la claraboya del techo, un pequeño ojo que conectaba aquel enigmático lugar con el cosmos, ambos habían bebido demasiado pero aún conservaban el vigor físico y el dinamismo, casi de manera natural se desnudaron y comenzaron a besarse.

            Aquella cama fue el desierto, cualquier otro lugar del mundo estaba a años luz de allí. Atrapados, como moscas en una telaraña, lucharon por su vida con la boca y con las manos. Se mordieron, se arañaron y se insultaron. Alda tenía el pelo sobre la cara y las sabanas enredadas en los tobillos; Guido, enrojecidos el pecho y los brazos por los golpes. Gritos, corrimiento de muebles y respiración desesperada. Ansiedad, naturaleza y redención.

            El esfuerzo eliminó cualquier resto de embriaguez de sus organismos y con sus cuerpos amontonados sobre el colchón casi desvestido miraban por el ventanuco redondo una pequeña porción de cielo limpio y azul. Guido rompió el silencio:

– Necesito contarte algo, Alda, hace seis meses murió mi padre y ayer me hicieron una proposición. Debo elegir entre continuar liderando el negocio como él querría o abandonar dejando al mando a su hombre de confianza. Tengo la sensación de que todos esperan que salga huyendo como un cobarde y creo que en el fondo desean que lo haga.

– Vayámonos lejos, Guido, es nuestra oportunidad para empezar una vida lejos de aquí, lejos de esa parte de nosotros que tanto detestamos.

– ¿Tú crees que soy un cobarde?

– Creo que eres un hombre desorientado y triste.

– No puedo, no puedo abandonar todo lo que construyó mi padre, él no me lo perdonaría.

– Parece como si el muerto fueses tú, ¿no hay ni un resquicio de ilusión ahí dentro?

– A veces, me imagino viviendo en otro lugar, como un individuo común y subsistiendo con un pequeño sueldo, atendiendo una panadería o una librería de antiguo. Esa idea calma mi ansiedad, pero para mí no deja de ser un placebo, una ilusión óptica, alimento para los fantasmas.

– Tengo dinero ahorrado, huyamos.

– ¡No es tan fácil!

– Yo no he dicho que lo sea, tú sabes más que yo de facilidades.

– Tarde o temprano todos me recriminan lo mismo, siempre el mismo resentimiento, como si yo tuviera la culpa de haber nacido en una familia con posibilidades, sinceramente Alda, a ti te creía distinta.

– No se trata de eso, Guido, se trata de ti, se trata de encontrarse a uno mismo.

– ¡Tú no me conoces!

– Ojalá algún día pueda llegar a hacerlo, ahora vete, no quiero seguir hablando.

Guido ardía de rabia, pero algo en su interior le hizo permanecer en silencio, vestirse en silencio, como si en el fondo supiese que una palabra más pudiese detonar para siempre la posibilidad de un sueño, como si las utopías de repente mereciesen la pena, de modo que se vistió a toda prisa y salió sigilosamente de allí.

Una vez en el portal y vestido con una toga semitransparente sólo tenía dos opciones, salir corriendo hasta su casa o buscar el teléfono más cercano para llamar a Marcuzzio. Lógicamente optó por correr, eran las nueve de la mañana y el sol intentaba auparse por encima de una inofensiva niebla, no había avanzado ni doscientos metros cuando cayó en la cuenta de que lo más lógico sería ir a la casa donde anoche conoció a Alda y recuperar su ropa, de eso modo no tendría que atravesar todo el centro en paños menores.

Tuvo que dar algún que otro rodeo, pero al final dio con el lugar, ya sólo quedaba que el señor Dell’Acqua estuviera allí, pulsó el timbre no menos de diez veces y no obtuvo respuesta de modo que decidió intentar llegar corriendo hasta su casa pero justo cuando iba a doblar la esquina escuchó un grito, era Dell’ Acqua, – “¡Ferrarelli!, un chico de su distinción corriendo casi desnudo por la ciudad, y en domingo, menudo descaro, suba, he preparado café. – No le quedaba otra, de modo que aceptó la invitación.

Piero Dell’ Acqua estaba perfectamente aseado y perfumado y vestía con elegantes ropas de recibir, pijama, batín de seda y pañuelo, los pies descalzos y el pelo peinado hacia atrás, estaba tomando algo que parecía un zumo y lo invitó a pasar, – toma asiento si quieres o si prefieres pasa directamente a la habitacíon de invitados, allí tienes tu ropa. – Cuando llegó a la estancia lo encontró todo planchado y colocado en una percha tras la puerta, se cambió y salió nuevamente al salón en el que anoche se inició en la comunidad florentina del hedonismo orgiástico. Hoy parecía un salón de té. Las cosas cambian de la noche a la mañana pensó.

– Siéntate conmigo Guido.

– Tengo prisa, pero ese olor a café resulta embaucador.

– Sírvete, en esta casa siempre hay café, té y todo tipo de licores.

– Me basta con un café.

Cuando terminó de servirle, se dirigió a una pequeña cómoda que hacía útil la esquina más meridional de la sala, abrió el primer cajón y sacó lo que parecía ser una baraja de cartas

– ¿Alguna vez te han echado las cartas, chico?

– Sin ánimo de ofender ni tengo tiempo, ni creo en supersticiones.

– Nadie se va de mi casa sin que le eche las cartas.

– Supongo que no puedo negarme.

– No, no puedes.

Acto seguido Dell’ Acqua se levantó y encendió unos incensarios y una pipa de hachís de la que le invitó a fumar, – ayuda a la inspiración – dijo. Guido declinó y quedó a la espera observando con irónica curiosidad el ritual, mientras tanto su excéntrico anfitrión tomó asiento al otro lado de la mesa y dándose un aire ortopédico de seriedad comenzó a disponer de una en una las cartas sobre un tapete morado con bordados medievales, hecho lo cual, comenzó su discurso.

– Estoy viendo en tu futuro próximo una diatriba, una especie de acantilado que se abre ante tus pies, veo éxitos profesionales e inestabilidad emocional y veo mucha inseguridad…

– Señor Dell ‘Acqua, estoy muy cansado y le agradecería que me dejara marchar.

– Ahí tienes la puerta y aquí tienes mi casa para cuando quieras pasar un buen rato de conversación.

– Vaya, se lo agradezco, es usted todo un caballero.

– Puedo llegar a ser un buen cabrón, no te creas, pero tú me caes muy bien, por cierto, ni se te ocurra volver a llamarme de usted, ¿Qué edad crees que tengo? Mejor no contestes y deja salir a tu felicidad de ese pozo negro que llevas dentro, la vida puede llegar a merecer la pena, si algún día necesitas consejo no dudes en llamarme, toma mi número, cuídate y hasta la vista.

Tomó su tarjeta de visita y se marchó despidiéndose desde el rellano, “PIERO DELL’ ACQUA, relaciones interhumanas, maestro en hedonismo, artista de la adivinación y consejero sentimental”, esas eran las ocupaciones de aquel histrión carismático que dejó a Guido con la cabeza llena de pensamientos contrarios y agitados, sin duda aquel señor era un embaucador y un charlatán adorable, pero había algo en su mirada que le parecía sincero, le daba la impresión de que era una de esas personas que se adornan con todo lo que tienen a su alcance para no caer en la normalidad, porque cuando conocemos casi por completo a alguien, las cosas comienzan a ser aburridas y desde ese punto de vista, Dell’ Acqua era un maestro, un maestro de la diversión, un experto vividor, un hombre de verdad hecho de mentiras.

Una vez recuperada su estampa de dandy, se dirigió a un café cercano y pidió un expreso para llevar, lo bebió de un sorbo cinco metros más adelante y continuó su marcha, la noche de ayer duró un invierno entero y tenía mil signoriadudas encima, prefirió no pensar y anduvo hasta su casa cruzando de nuevo las partes nobles de la ciudad, iba medio embozado tras una capa invisible de preocupación y cansancio y se tapaba al fumar la mitad de la cara como el que intenta pasar desapercibido, no quería tener que cruzarse con algún conocido y verse obligado a mantener una conversación absurda, de modo que aceleró el paso y llegó a su calle, necesitaba dormir, los últimos metros los completó casi corriendo y corriendo subió al primer piso, abrió la puerta, se desnudo y se metió en la cama. Terminaba así el día más largo de su vida.

Cuando sonó el teléfono, la luz del sol había dejado de entrar por el balcón, Guido intentó torpemente llegar hasta el aparato pero no fue capaz y quedó boca abajo sobre el colchón, la tarde se había echado encima y tenía un hambre atroz, fue hasta la cocina y encontró unos restos de pizza que cumplieron con su propósito y que devoró mientras observaba a los pájaros sobre los tejados rojos de Florencia, con la mirada lenta y el pensamiento abstraído. El teléfono volvió a sonar y lo sacó del ensimismamiento, ahora sí llegó a prenderlo y pudo contestar.

– Diga

– Hola Guido, soy Marcuzzio ¿Cómo lo llevas?

– Aún no he podido pensarlo.

– Precisamente por eso te llamaba, ni siquiera hablamos de un plazo y quería remarcarte que esta es una decisión que debes tomar con calma, no quisiera añadir más ansiedad aún de la que supone este momento, pero ya sabes cómo son estas cosas, hay proveedores, clientes, empleados…

– Hace apenas una horas que leí esa carta, Marcuzzio, ten compasión.

– Discúlpame, Guido, has de entender que es mi obligación gestionar la situación

– Lo entiendo todo, mañana mismo sobre las diez de la noche te llamaré con una respuesta, aún tengo que meditarlo con tranquilidad.

– Te estaré esperando, siento haberte molestado.

– Hasta mañana Marcuzzio.

– Hasta mañana.

Con gesto de contrariedad y en calzoncillos preparó café y pasó a la ducha, dejó que el agua hirviendo le cayese en la frente buscando quizás que ésta eliminase las impurezas de su mente, el grano de la paja, quería ver con claridad todo lo que de real pudo haber en la extraña noche anterior, si lo que sintió por Alda era sincero o fue la estela de un sutil encantamiento, una especie de espejismo. Las ideas salpicaban desde sus sienes hasta el suelo y era incapaz de concentrarse, permaneció así no sabría precisar cuánto tiempo hasta que empezó a sentir una extraña ansiedad, como la de quien comprende una verdad universal en la cima de una montaña solitaria, tenía que ver a Alda, tenía que actuar.

De manera atropellada logró vestirse y en menos de diez minutos estaba de nuevo en la calle, iba absorto en su determinación y caminaba decidido rumbo al sur, dio en ese momento una importancia relativa al hecho de no haber utilizado ningún espejo para ver su aspecto, es como si de repente se hubiese desnudado de treinta y cinco años de compostura y donaire, como si de una manera irremediable hubiese quedado al descubierto el barro primigenio y rudimental de lo que quizás mañana fuese un hombre común, pero Guido tan sólo caminaba precisos los pasos hasta el río porque quería hablar con Alda de una manera serena, aplastar las contradicciones y sincerarse con ella, necesitaba saber si estaba siendo egoísta, si ir hacia ella significaba huir, permanecer o trascender. Se lo debía a sí mismo y quizás a ella, que apareció de la nada en la noche extraña con la boca llena de verdad y quiso caprichosamente tirar de uno de los hilos en los que Guido se andaba deshaciendo.

Recorrió los mismos lugares de la noche anterior. Los adoquines, las paredes y los reflejos metálicos de las puertas parecían distintos a esta hora, la luz mortecina y rojiza de los últimos minutos del crepúsculo lo cubría todo con un manto deprimente, la gente empezaba a guarecerse para terminar el día en familia mientras Guido volaba calle abajo hacia el río, hacía ejercicios mentales para intentar mantener la mente en blanco y caminaba veloz y desacompasado con las manos en los bolsillos del abrigo. Cuando llegó al puente echó a correr y en apenas unos segundos se plantó frente al portal de Alda, la puerta estaba entreabierta y cedió al empujarla, el interior estaba en silencio y oscuro, la noche anterior no se había percatado, pero todas las bombillas estaban fundidas, de modo que saco una cerilla y la prendió para alumbrarse, subió a tientas las escaleras hasta el último piso y aporreó la puerta, primero con discreción y luego cada vez más exasperado, la ansiedad le aceleraba el pulso, comenzó a gritar su nombre, pero parecía evidente que Alda no estaba allí. En ese momento miles de pensamientos le llovieron encima a Guido, se vio a sí mismo mirando un tren que se alejaba en el horizonte, tuvo la firme convicción de que Alda había huido para siempre y él una vez más se quedaría en tierra, desesperado gritó su nombre una última vez pero no encontró respuesta, reunido con su propia desgracia bajó a oscuras la escalera casi deseando rodar por ellas y salió de aquel lugar maldito.

De nuevo en la calle, solo y desorientado volvió sobre sus pasos y sin saber realmente por qué, quizás por la inercia de los hechos pasados o debido a algún tipo de intuición, recordó su encuentro con Piero Dell’Acqua y decidió volver a su casa, si aquella noche Alda estuvo cale-ita-2en la fiesta ambos debían conocerse y con suerte, incluso podría aportarle algo de luz sobre su repentina desaparición, de modo que antes de que se hiciera más tarde, decidió visitar a su nuevo amigo, se tanteó en los bolsillos buscando su tarjeta pero debió dejarla en casa y hubo de presentarse allí sin avisar.

Esta vez apenas tardó varios segundos en abrir, venía atándose su batín de seda y se dirigió a Guido en voz baja – Pasa y no hagas ruido tengo visita y está durmiendo en el cuarto de invitados. – Amortiguando cuidadosamente sus pasos se adentró en la sala de estar y tomó asiento en una incómoda butaca de cuadros, Dell’ Acqua permaneció de pie dando vueltas mientras se liaba un cigarrillo y al cabo de unos minutos se sentó junto a él.

– ¿A qué debo esta sorpresa, Ferrarelli?

– Llámame Guido, por favor

– ¿A qué debo esta sorpresa, Guido?

– Necesito consejo, te ofreciste a dármelos.

– Es por una mujer ¿verdad?

– Es por toda una vida, pero, a decir verdad, estoy buscando a una mujer, una mujer que me ha abierto los ojos

– Entiendo, permíteme que te sirva algo

– Whisky, por favor.

– Marchando

Cuando Dell’Acqua se perdió por el corredor hasta la cocina, Guido sintió un impulso irrefrenable, una especie de curiosidad malsana por saber quien estaba durmiendo en la habitación contigua, se levantó, anduvo dos metros, una rendija dejaba ver parte de la cama, pero no lo suficiente, el ruido de los pasos de su anfitrión sobre el parqué le hizo dudar y en un acto reflejo volvió a sentarse en la butaca.

– ¿Estás bien Guido? Se te ve un tanto agitado.

– Necesito encontrar a la mujer de la que te hablo, he vuelto a su casa pero no había nadie, necesito hablar con ella.

– ¿Y se supone que yo puedo ayudarte?

– Quizás sí, ella estuvo aquí en la fiesta de la otra noche, con el cabello rubio muy claro y los ojos azules y unos cuarenta años muy bien disimulados, nos escapamos aprovechando el caos y pasamos la noche juntos, nunca antes había sentido tanta complicidad con una persona y ahora que van pasando las horas se materializa dentro de mí esa certeza.

– Entiendo, y dónde vive la dama si no es mucha indiscreción.

– En un pequeño estudio al otro lado del Arno, junto al Ponte Vecchio.

– Necesito saber si es verdad todo lo que me dijo aquella noche, estaba dispuesta a huir de la ciudad y hoy al no encontrarla he llegado a temer que sea demasiado tarde, Podría estar ya muy lejos de aquí.

– Verás, Guido, si no me equivoco creo que no tienes nada que temer, la chica que buscas está más cerca de lo que imaginas.

– ¿A qué te refieres?

– Me refiero a Alda, mi hija, que está durmiendo en esa habitación de ahí.

– Tu… tu…

– Mi hija, sí, mi querida hija única Alda.

– Jamás lo hubiese imaginado.

– Se ve que la imaginación no es tu fuerte.

– Creo que voy a necesitar un poco más de whisky

– Sírvete. De modo que pasasteis la noche juntos, uno empieza a acostumbrarse a estas sorpresas, ¿y qué te contó?, ¿qué es eso de huir lejos?

– Me dijo que era maestra, pero que eso no le llenaba, que quería vivir de su pintura, de sus cuadros.

– Querido Guido, Alda no es maestra y esos cuadros son míos, tengo una pequeña colección y compro y vendo obras de arte, mi hija es una mujer muy especial, cómo decírtelo, tras la muerte de su madre empezó a comportarse de manera extraña, era capaz de ser la chica más risueña y dulce del mundo un día y convertirse a la mañana siguiente en una joven distante y sombría, era capaz de ser una hija dócil o de desaparecer durante días. Cuando decidí buscar los motivos y conseguí convencerla a ella de que tenía un problema, el psicólogo le diagnosticó un trastorno bipolar, tras muchas noches de desvelo consiguió a regañadientes terminar los estudios básicos y desde entonces siempre ha estado a mi lado, a día de hoy es una mujer libre y aquí tiene su hogar, aunque si bien es cierto que al menos dos veces al mes desaparece e intenta hacer su vida en solitario, aprovecha el estudio o alquila una habitación de hotel, pero consigue ser invisible durante un tiempo, concluido el cual, vuelve siempre a mi lado, como esta mañana, como siempre durante estos veinte años. Sinceramente me hace feliz verla por aquí y aunque uno nunca sabe a qué atenerse con ella, en el fondo es una mujer buena y sé que me quiere y me necesita y para mí desde luego esta casa se vuelve inhabitable cuando ella no está.

– No sé qué decir, estoy un poco aturdido.

– No digas nada, puedes acompañarme si quieres hasta que Alda se despierte, quédate a pasar la noche

– Te lo agradezco Piero, pero debo ir a casa tengo que arreglar un asunto importante.

– Como quieras, ya sabes dónde encontrarnos.

– Gracias por todo, una vez más, te llamaré muy pronto.

– Ve con cuidado, hijo, y descansa, mañana lo verás todo mucho más claro.

Guido no dijo más y abandonó la casa, rodaron sus ojos por el suelo de mármol de la entrada del edificio y fueron a caer hasta las piedras grises de la calle, llegaban como adormecidos los ruidos de la ciudad, una pareja de mujeres que reían a carcajadas, el sonido metálico de una señal de tráfico mal sujeta que es agitadaorsan por el viento, el castañeteo de las últimas persianas vencidas por la rutina, todo era como la bruma matinal del puerto desde el calor de una ventana cerrada, un amasijo de realidades lejanas como un sueño imposible de recordar, un coro de ancianas que gritan a los muchachos del pueblo que juegan ajenos en la plaza… Las campanas de Orsanmichele repicaron doce veces, quizás once, las horas eran algo irrelevante y los pensamientos fluían mansos como el arroyo que otrora fuera río y hoy no es más que un hilo de agua que la tierra fuera a tragarse.

A la mañana siguiente Guido se levanto alrededor de las diez, el olor a café se filtraba por entre las ventanas del patio interior hasta su habitación y reinaba un silencio reconfortante y revelador. Había dormido como un niño y se sentía extrañamente en paz consigo mismo, estuvo durante un tiempo mirando el techo ocre y las sombras de la pared, después se levantó, desayunó de pie un zumo de sanguina y un cornetto y se fue a la ducha. Mientras el agua masajeaba caprichosamente su nuca buscaba palabras alrededor de sus pies, palabras para expresarle a Marcuzzio con claridad unos sentimientos realmente abstractos, miraba girar el agua antes de caer por la oquedad del sumidero y se sentía él también al borde un precipicio.

Se secó, se vistió y salió en dirección a la nevera. Al cruzar por la entrada vio algo pasar por debajo de la puerta, como quien cree haber visto una estrella fugaz por el rabillo del ojo, no le dio importancia, publicidad del fontanero, pensó, y al volver de la cocina se agachó a recogerla y comprobó que era un sobre sin lacrar y en blanco, al abrirlo encontró una cuartilla de papel de calidad con un membrete que le resultaba familiar, y en el centro del mismo, una sola línea escrita a mano que le aceleró el pulso:

Soy Alda, te pido perdón, me encantaría que vinieses a comer con nosotros.

Su primer impulso fue salir al rellano, pero obviamente allí ya no había nadie, así que decidió volver a casa e intentar serenarse, llevaba dos meses sin fumar pero aún quedaban dos cigarrillos del último paquete, los fumó en un margen de cinco minutos mientras daba vueltas por la casa, se asomó a la ventana y vio a una madre que arrastraba a un niño enfurruñado que no quería avanzar. Guido tuvo un presentimiento, era la hora de vivir.

Al dar la una ya estaba listo, antes de salir se miró al espejo y se vio por dentro, se abría un abismo entre todos los años vividos y este día nuevo, al cerrar tras de sí la puerta de su casa creyó cerrar también todas las puertas que había ido dejando abiertas tras todo este tiempo. Como liberado salió a la calle y anduvo entre nervioso y feliz en dirección a la casa de Dell’Acqua, llovía levemente y a intervalos y las aceras reflejaban lánguidamente la luz de la mañana, todo el mundovista-bonita iba y venía a sus asuntos mientras la ciudad se preparaba para el interludio, ajena a las pisadas, los golpes y los desdenes de sus habitantes, mostrando orgullosa su busto hecho de mármol, piedra y siglos.

Dos días después junto a aquel portal de via dei cimatori volvía Guido a contemplar aquel balcón en el que viese a Alda por primera vez como una aparición, sólo dos días, toda una vida. Una vez allí no quiso perder más tiempo, entró al portal, subió hasta el ático y llamó al timbre, no sabía muy bien qué esperar al otro lado, aquella casa era siempre una incógnita. La puerta fue abriéndose poco a poco como tirada por alguien temeroso o inseguro y la figura de Alda se fue dibujando a contraluz ante él, vestía un bonito vestido azul vaporoso y sencillo y seguía siendo realmente hermosa, pero su mirada era distinta, el fuego de sus ojos se había aserenado, aunque pensándolo con detenimiento quizás fuera él el que había cambiado, quién sabe.

– Llegué a pensar que te habías ido de Florencia

– Lo siento mucho Guido, mi padre me lo contó todo.

– ¿No recuerdas nada de aquella noche?

– Claro que sí, por eso te he pedido perdón

– No hay nada que perdonar, al contrario, encontrarte fue para mí muy importante, esa noche me ha cambiado la vida.

– ¿Siempre eres tan exagerado?

– ¿Está aquí tu padre?

– Ha salido a comprar, debe estar al llegar.

– Tengo la sensación de conocerte desde hace años.

– ¿Quieres tomar algo? Hago el mejor Martini de la ciudad

– Por favor.

Llegaba Alda a la cocina justo cuando el cerrojo de la puerta comenzó a girar, ya estaba allí el señor Dell’Acqua con una barra de pan debajo del brazo y una botella de chianti.

– ¡Amigo Ferrarelli! Bienvenido a casa, hoy va a ser un gran día me lo han dicho las cartas, flota en el aire, ¿Cómo está mi niña? ¿La has visto ya? – El dueño de la casa se mostraba eufórico

– Hola papi – contestó Alda desde el fondo del pasillo, – ya está todo listo. – La mesa estaba dispuesta como en un día de fiesta y Alda comenzó a servir la pasta.

– Quería aprovechar esta invitación para proponeros algo, – Guido no podía contenerlo más. – Como ya le dije a Alda tengo que decidir entre encabezar el nuevo proyecto de Ferrarelli o ceder toda la responsabilidad a Marcuzzio, el segundo de mi padre. Todo lo ocurrido durante estos días me ha hecho pensar y he tenido una idea que podría funcionar. Me preguntaba si estaríais dispuestos a trabajar junto a mí. Tú, Piero, como asesor y relaciones públicas y tú, Alda, en la tienda ocupando el cargo que mejor se adapte a ti, no me importa cuál.

– Me encantaría atender en la tienda – dijo Alda rompiendo el incómodo silencio, – podría ser dependienta – la ilusión traslucía tras sus ojos.

– No se hable más, no tiene por qué salir mal, aunque desde luego yo seguiré organizando mis fiestas, si no es inconveniente. – Añadió Dell’Acqua

– No lo es. Qué alegría familia, no os podéis imaginar lo que todo esto supone para mí.

– ¡Perfecto! – exclamó Dell’Acqua – Os dije que hoy sería un gran día, las cartas nunca mienten, ¡vamos a brindar! ¡Por Ferrarelli la mejor sastrería de Italia!

– ¡Por Ferrarelli! – exclamaron al unísono Alda y Guido cogiéndose durante un instante la mano de manera instintiva.

Guido llegó a casa sobre las ocho de la tarde, estaba un poco cansado, pero le embargaba una tremenda sensación de serenidad, se puso algo cómodo, se sirvió un whisky con hielo, puso a dar vueltas un disco de Ella Fitzgerald y se sentó junto al teléfono. Lo miró con suficiencia durante unos segundos y sin pensarlo más llamó a Marcuzzio.

– Dígame.

– Buenas noches Marcuzzio, soy Guido, he tomado una decisión.

– Adelante, soy todo oídos.

– He decidido hacerme cargo del proyecto.

– Enhorabuena Guido, tu padre estaría realmente orgulloso.

– Pero no estaré sólo, quiero incorporar a dos personas de mi confianza al equipo.

– No creo que suponga un inconveniente, yo estaré a tu lado para todo lo que necesites.

– Muchas gracias por todo, Marcuzzio.

– Gracias a ti Guido, no dudes en ponerte en contacto conmigo si necesitas algo para la inauguración.

– Aprovecho para invitarte, lo haremos este sábado, te reservo una silla a mi lado.

– Allí estaré Guido, cuenta con ello.

EPÍLOGO

            Tres días después, abría sus puertas el nuevo Ferrarelli y todas las caras de siempre quisieron dejarse ver. En un lugar preferencial estaban Guido, el nuevo gerente, acompañado por Alda, el señor Dell’Acqua y Lorenzo Marcuzzio. Entre los asistentes, familia, amigos y conocidos, representantes de todas las firmas del sector y autoridades de la ciudad, todo estaba en el lugar correcto, todo adornado con un gusto acrisolado y dispuesto para el gran día.

            Cuando hubieron terminado de servir el champagne Guido tomó la palabra y alzando su copa a la altura del pecho se dirigió a la concurrencia:

“Os agradezco enormemente que hayáis decidido venir todos, quisiera proponer este brindis por el nuevo Ferrarelli, donde desde hoy tenéis vuestra casa y por la memoria de mi padre al que le hubiese encantado poder ver todo esto, va por él. También quisiera agradecer todos sus desinteresados esfuerzos a Lorenzo Marcuzzio, sin quien esta transición no hubiese sido posible y a quien siempre hemos considerado un miembro más de la familia y por último y muy especialmente a estas dos personas que me acompañarán de ahora en adelante en esta aventura, el señor Piero Dell’Acqua y su hija Alda, cuyo providencial hallazgo me ayudó a tomar esta decisión, infinitas gracias a los dos por aparecer en mi camino. Gracias de corazón, Alda, por tu instinto, por tu forma de ser y por tu inexplicable fe en mí. Ahora siento que tengo un verdadero motivo para ser yo mismo. Gracias a todos y bienvenidos para siempre a Ferrarelli”

Mientras el aplauso sostenido se prolongaba, Guido anduvo de nuevo los diez pasos que le separaban de Alda, se colocó a su lado y la cogió suavemente por la cintura. Aprovechando la situación, ella se acercó a su oído y le susurró – ¿Y ahora qué pasará con nosotros? – Guido cogió su mano y mirándola con seguridad contestó – Tenemos toda la vida para averiguarlo.

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