El mendigo y la paloma (una parábola urbana).

Su nombre eslavo significa “regalo de Dios”, pero Bogdan escribe “dios” con minúscula en el pequeño cartelito que utiliza para pedir limosna. Seguramente fuese un pequeño desliz ortográfico, pero a mí me gusta más verlo como una reivindicación silenciosa, lo único que Dios “regaló” a su familia fue otro hijo sin suerte. Él no entra en valoraciones tan elevadas, tan solo se sienta en su escalón y se dedica casi por entero al noble acto de estar solo, soberanamente solo.

            La soledad brota de él como lo haría un brazo, una pierna o la cabeza propia, es un accidente más en el mapa de su mesurada anatomía, limita sus actos, cercena su espacio y modera sus gestos, no es la soledad del escritor sin inspiración ni la de los amantes fugitivos, sino, más bien, la de un niño que espera a sus padres en la puerta del colegio sin saber lo que es un atasco o, expresado en el idioma de los sueños, (o de las pesadillas) como si una zanja profunda y negra se abriese bajo tus pies y una versión desconocida de ti mismo te empujase a saltar.

            En su caso, cada mañana llega (no sabría decir de dónde) y pone en práctica su callada rutina, abre su mochila saca un pequeñísimo cajón de madera, una hucha improvisada con la base de una botella grande de Coca-Cola y su biografía urgente escrita en un cartón y se coloca en una caprichosa porción de sombra que él conoce y que pareciera corresponderle por racionamiento. A continuación, se sienta sobre el cajón, dispone a su alrededor las herramientas de pedigüeño y comienza una jornada que es igual que la de ayer y la de mañana y en la que ve pasar por delante de sus ojos una vida de la que no participa, como cuando no teníamos dinero y escuchábamos los conciertos sentados en un banco cercano al estadio. Solo queríamos formar parte de algo que teníamos cerca de nuestras manos pero muy lejos a la vez, algo así le pasa a Bogdan. Hace tiempo que la vida está lejos de su alcance.

            Huido de otro tiempo y otro país no muy lejanos y casi consumido por la tristeza serena de quien ya no puede perder lo que ha perdido, desde esta cafetería lo observo cada mañana y despiertan mi curiosidad sus movimientos y sus pequeños simulacros de interactuación con la gente. Es como si hubiese aprendido en algún manual los perfectos ademanes del hombre cordial, lo necesario para no desentonar en la vía pública, para confundirse con un adoquín más, una marquesina o una papelera. Saluda con la mirada, asiente con la cabeza, pide permiso levantando sutilmente la mano… Gestos que todos tenemos incorporados a nuestros mecanismos sociales y que para él suponen un esfuerzo, la diferencia entre estar desahuciado o sentirse integrado en la comunidad. Una comunidad que no existe. Una ilusión óptica. Un bálsamo.

            Reconozco que este rumano prudente y silencioso capta mi atención de un modo inusitado, me descubro a mí mismo tomando café a media tarde solo por mirarlo, como el que espera un milagro o un capricho del azar y fue precisamente algo que vi lo que me ha empujado a hablaros de él, un detalle que quizás debería haber pasado desapercibido pero que pude apreciar gracias a mi observación dedicada. En realidad algo que posiblemente carezca de importancia. Un destello sutil. Una ventana a la esperanza.  Una ventana cerrada, pero una ventana al fin y al cabo…

            …Bogdan suele dar de comer a las pocas palomas que habitan los árboles de esta calle, es algo que hace de manera discreta, coge un mendrugo de pan duro, lo aprieta en su mano y deposita junto a su pie izquierdo las migas desintegradas, de modo que sean pocas las pa
lomas que perciben la posibilidad de alimentarse e impidiendo, así, la conversión de la estrecha acera en un palomar. A lo sumo, un ejemplar o quizás dos, rondan siempre al indigente a la hora en la que el sol se esconde tras las plantas altas de los edificios próximos.

Al principio, pensé, que lo hacía para pasar las horas ocupado en algo mejor que el vacío total, pero gracias a dios*, estaba equivocado. Bogdan no daba de comer a las palomas, daba de comer a una paloma concreta, solo a una y siempre a la misma. Cada tarde el rumano, colocaba el pan a su alcance y el mismo animal se acercaba con confianza hacia una comida que consideraba suya por merecimiento propio (lo sé porque tenía una diferenciadora marca del color de la canela en el pecho y una pata renqueante y porque me dediqué a su estudio durante los últimos cinco días).

 

Lejos del interés de los transeúntes había ocurrido algo que a mí se me antojaba maravilloso y a la vez inevitable. Un hombre, durante unas horas cada día, había conseguido olvidar su soledad. Uno de esos pequeños triunfos que la vida reserva para quienes saben aprovecharlos y que convierten a las ciudades en obras de teatro brillantes que nadie ve. La paloma a su vez, ajena al milagro, en ocasiones tenía que emplearse a fondo para salvaguardar su sustento de la molesta injerencia de sus congéneres. Aquél era su mendigo y aquél su pan y lo demás, le era ajeno. El egoísmo consustancial a su irracionalidad, chocaba de plano con la generosidad de las manos de Bogdan, quien, reflejando su ansiedad, necesitaba de la relación con otro ser para hallarse completado y trascender más allá de los muros de sí mismo. Lo importante no era el tipo de ser elegido para tan encomiable propósito, sino la simple constatación de que durante un mínimo intervalo de tiempo, cuya cuantificación carece de importancia, pude asistir a la resurrección de un alma consumida por la soledad. Un acontecimiento que logró emocionarme enormemente y que me hizo recuperar una fe que ya creía perdida, mi fe en el ser humano…

 

 

EPÍLOGO

Aproximadamente un mes después, quise volver al lugar donde ocurrieron los hechos relatados y una vez allí, pude ver cómo una anciana y su nieto desde un banco cercano, cubrían animosamente la acera con migas de pan. En esta ocasión, una gran nube blanca de palomas voló apresurada hacia ellos, probablemente todos los pájaros de la calle estaban allí. Tuve que acercarme varios metros, colocarme disimuladamente tras ellos y forzar mi vista al máximo, pero al fin logré identificarla, su mancha marrón en el pecho y su cojera la hacían distinta a todas las demás. Su paloma seguía allí, pero Bogdan ya no estaba. Desde aquel día, una evocadora pregunta flota a la deriva dentro de mi cabeza: ¿Para volar hacen falta alas?Palomas_Volando

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