Yo me detuve (El rapto de Proserpina)
Si el arte se hubiese detenido allí, todo habría merecido la pena, pero no lo hizo. Si en ese instante marmóreo las musas hubiesen vestido las camas y recogido los afeites para volver por vez última y con la misión cumplida al monte Olimpo, quizás y solo quizás, el círculo de las artes sería una verdadera circunferencia que, como el anillo de una joven campesina recién enviudada, cayera rodando ladera abajo hasta el valle, pero no ocurrió, entre otras cosas porque era imposible, porque no hubiese tenido sentido. Entre otras cosas, porque los seres finitos no pueden juzgar lo infinito ni medirlo ni constreñirlo ni detenerlo y el arte es infinito. Causal, integrador e infinito.
Yo con veinticinco años recién cumplidos, delante del “Rapto de Proserpina” de Gian Lorenzo Bernini, en la exquisita Galería Borghese, en pleno corazón de Roma. Yo rodeado de gente que murmura, discurre o admira en silencio las esculturas. La mente en blanco a fuerza de no poder abarcar tanta belleza, de no saber gestionarla ni procesarla. Un cuerpo silente y quieto levemente zarandeado por la fila, brazos de los cinco continentes conminándome a seguir consumiendo arte, habiendo ya mi alma rebosado en el primer vistazo como una alberca donde los niños juegan en verano. Me detuve yo pero no lo hizo el arte.
Reconozco que se me heló la sangre al ver los colosales dedos de Plutón hender los pétreos muslos de Proserpina, como si en lugar de mármol fuese otra la substancia, como si yo fuese de mármol y los mitos de carne, de carne abollada y mortal, carne fría de frío humano o al menos antropomórfico. Reconozco que sentí un vacío similar al que queda cuando lees la última frase de una novela genial, «he disfrutado, pero ¿Esto era todo?» «Ha merecido la pena pero quiero seguir el viaje»… Aquella tarde de Julio debió terminarse todo lo bello, era el broche perfecto, la gran rúbrica final a la que sucedería la caída del telón de los tiempos, pero tan solo me detuve yo y no lo hizo el arte. No lo hizo y conocimos a Velázquez y Caravaggio, siguió su curso y nos regaló a Mozart, podría haberse terminado todo pero aún nos quedaban Van Gogh, Goya, Gaudí o Hopper… De modo que ¿Quién era yo un simple mortal para decidir sobre lo que flota lejos de nuestro alcance? Yo tan solo miré la piedra blanca lo mejor que supe y solo puedo decir que me detuve. Con veinticinco años, lleno de vida y de dudas, me detuve y el arte no.
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