Las sabanas de Lucinda

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Mirar desde la ventana como aquella criolla tendía las blancas sábanas se me antojó un privilegio divino en aquella soleada y tibia mañana de abril. Lucinda no era precisamente una clarisa, pero era buena. Una mujer de condición noble que, con la misma honradez, podía deshacerte la cama o vestírtela con las ropas mejores. Aquella noche fui yo quien pagó sus servicios, mañana podría ser cualquier otro recluta y no por ello, conseguiría verla como a una ramera. Ella no encajaba en tópico alguno y a decir verdad, en su mundo, no existían prejuicios ni complejos. Si le había tocado ser puta, como ella misma solía decir, intentaría ser la mejor puta de la pampa. En este mundo hay personas con dignidad y personas indignas y para distinguir entre unas y otras lo más acertado es mirar a los ojos. Aquel animal salvaje tenía el corazón de un tigre, la piel como los melocotones maduros y el pelo como cien campos de trigo. Mirarla durante horas era conocer la naturaleza femenina en todos sus matices, su olor era el de todas las madres, sus caderas te acogían como la casa en que creciste y su humanidad se desbordaba como el Nilo en Septiembre. Se alquilaba por un buen precio cuando ella estimaba conveniente y cuando no; nadie tenía arrestos de seguir insistiendo. Tenía carácter y sabía en todo momento lo que necesitaba y cómo conseguirlo y por ello algunos hombres la respetaban y todos los demás, le tenían miedo. Yo me contaba entre los primeros y ella me sonreía por las noches y me ignoraba a la mañana siguiente. Yo quería creer que me quería y ella quería huir de la ciudad. Hacia ninguna ciudad. Hacia aquel lugar intangible, donde algún día convivirán todas aquellas gentes que no debieron nacer en el momento en que lo hicieron. Nunca supe si Lucinda era feliz, ni siquiera, si lo fue alguna vez, pero, oh, Dios, que feliz era yo mirándola. Mirando a aquella criolla que tendía la ropa y tapaba con sus sábanas el horizonte más lejano que jamás conocí. El horizonte que ella nunca llagaría a alcanzar y que era el mismo que me arrendaba cada viernes alterno en un cuarto de pensión en el último rincón tranquilo de la tierra.

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